Iba yo la mar de tranquilo, por una céntrica avenida de Madrid, pensando en mis cosas, cuando alguien se interpuso en mi camino. El tipo era un hombre de avanzada edad, de aspecto normal, que de entrada ya provocó en mí cierta zozobra con su actitud. Elevando notablemente la voz, aquel energúmeno aseguraba identificarme con el autor de cierto blog, dedicado en gran parte al ateísmo. Al parecer tenía muchas cosas que puntualizarme. A la inquietud inicial, gravemente incrementada por la forma con la que aquel individuo pronunciaba el término 'ateísmo', se transmutó en indefinida sorpresa. Uno pensaba que sus escritos los leían cuatro gatos y ahora resulta que me reconocen y asaltan por la calle. No obstante, aquello no presagiaba nada bueno.
Aquel hombre me acusaba a voz en grito de ser extremadamente simplista al hablar de la creencia religiosa. De forma más concreta, cuando me esforzaba en reflexionar sobre el teísmo. Una mueca en mi rostro quería ser un inicio para la autodefensa. Mi antagonista, sobrado de energía, ni se inmutó por ello. Tengo que reconocer, al menos, que aquel tipo estaba muy bien armado dialécticamente. Con formas histéricas, el desaforado y lenguaraz desconocido me señaló importantes cuestiones metafísicas, empíricas, gnoseológicas y antropológicas que, al parecer, desconocía o ignoraba. Mi mueca de estupor, al escuchar lo que solo era el comienzo de una estrepitosa e interminable verborrea, debió ser de tal calibre, que provocó en el otro una sonrisa previa a un nuevo ataque. Todos mis razonamientos habituales contra la creencia teísta, al parecer estaban obsoletos y habían sido superados en la modernidad. Mis castigados tímpanos daban cuenta de ello. De hecho, pude escuchar que los argumentos habituales de "ateos y librepensadores pacotilla" (sic) apelando a la razón y la filosofía eran un fraude. Sin reducir un ápice el volumen de su voz, me espeto que ya Aristóteles desarrolló una importante idea sobre la primera causa de la existencia del Universo. Al parecer, solo un cretino y un bodoque no reconocería a Dios en esa concepción del motor inmóvil del viejo filósofo griego. Yo sí que estaba inmóvil y petrificado ante semejante escándalo.
Todavía no había logrado articular palabra cuando una tercera persona entró en escena. Curiosamente, su aspecto era similar al del primero, alguien de cierta edad y aparentemente normal. Podía ser, del mismo modo, cualquiera con los que, a diario, nos cruzamos habitualmente por la calle. Sin embargo, no tardé en comprobar que, si bien los argumentos eran antitéticos a los del primero, su tono y formas no tenían nada que envidiarle. El primer argumento esgrimido, del cual creo que se enteró el conjunto de la muy poblada calle, es que Dios había fallecido de muerte natural. El óbito, al parecer, se habría producido ya en el siglo XIX. Aquello encrespó, aún más, los ánimos del defensor de deidades. Creo recordar, entre exabruptos varios, que el teísta histérico mencionó a Nietzche como un pobre lugar común entre los ateos. Según el filósofo alemán, Dios había muerto, pero al parecer había resucitado poco tiempo después con renovadas fuerzas. Los dos tipos estallaron en una carcajada, a cual más estentórea, lo cual provocó en mi persona una mezcla de nerviosismo, rubor, sofoco, embarazo y vergüenza. Aquellos dos enloquecidos continuaron enzarzados en una discusión dialéctica de altísimo nivel y volumen. Uno, apelaba a argumentos cosmológicos, teológicos, e incluso ontológicos, para demostrar la existencia de Dios. El otro, en el extremo vital opuesto, contraatacaba con profundas disquisiciones filosóficas y rigurosos hechos científicos.
Cuando uno de ellos mencionó la navaja de Occam, temí que alguien acabará herido. Me tranquilizó saber que se trataba de otra teoría filosófica acerca de lo superfluo de entidades sobrenaturales en la explicación de los fenómenos. Uno, acusaba al otro de tener los conocimientos metafísicos de una ameba. El otro, de infantilismo y nada menos que de ignorancia gnoseológica. Fue en ese instante, cuando pude comprobar que los dos tipos eran en realidad tres. Tal vez, aquello era un curioso fenómeno de reproducción espontánea entre estrépito y estrépito. El tercer individuo, no se lo van a creer ustedes, traía un nuevo punto de vista. Se mostraba contrario a toda forma de gnosis y lo hacía, por supuesto, vociferando todo lo posible. Resultaba incognoscible, según los argumentos empleados por el recién llegado, toda afirmación sobre la divinidad y cualquier otra cuestión metafísica. La única postura intelectualmente válida era la suspensión del juicio sobre cualquier conocimiento absoluto. Aquello era demasiado para mí. A medida que me alejaba con discreción, seguía observando con perplejidad a los tres tipos. Increpaban con inacabables gestos, parecían inagotables a pesar de su edad avanzada y se mostraban dialécticamente irreductibles. ¡Cómo esta el patio!, pensé. Yo pensaba que las conversaciones que se oían en la calle versaban sobre cosas de lo más vulgares.
Aquel hombre me acusaba a voz en grito de ser extremadamente simplista al hablar de la creencia religiosa. De forma más concreta, cuando me esforzaba en reflexionar sobre el teísmo. Una mueca en mi rostro quería ser un inicio para la autodefensa. Mi antagonista, sobrado de energía, ni se inmutó por ello. Tengo que reconocer, al menos, que aquel tipo estaba muy bien armado dialécticamente. Con formas histéricas, el desaforado y lenguaraz desconocido me señaló importantes cuestiones metafísicas, empíricas, gnoseológicas y antropológicas que, al parecer, desconocía o ignoraba. Mi mueca de estupor, al escuchar lo que solo era el comienzo de una estrepitosa e interminable verborrea, debió ser de tal calibre, que provocó en el otro una sonrisa previa a un nuevo ataque. Todos mis razonamientos habituales contra la creencia teísta, al parecer estaban obsoletos y habían sido superados en la modernidad. Mis castigados tímpanos daban cuenta de ello. De hecho, pude escuchar que los argumentos habituales de "ateos y librepensadores pacotilla" (sic) apelando a la razón y la filosofía eran un fraude. Sin reducir un ápice el volumen de su voz, me espeto que ya Aristóteles desarrolló una importante idea sobre la primera causa de la existencia del Universo. Al parecer, solo un cretino y un bodoque no reconocería a Dios en esa concepción del motor inmóvil del viejo filósofo griego. Yo sí que estaba inmóvil y petrificado ante semejante escándalo.
Todavía no había logrado articular palabra cuando una tercera persona entró en escena. Curiosamente, su aspecto era similar al del primero, alguien de cierta edad y aparentemente normal. Podía ser, del mismo modo, cualquiera con los que, a diario, nos cruzamos habitualmente por la calle. Sin embargo, no tardé en comprobar que, si bien los argumentos eran antitéticos a los del primero, su tono y formas no tenían nada que envidiarle. El primer argumento esgrimido, del cual creo que se enteró el conjunto de la muy poblada calle, es que Dios había fallecido de muerte natural. El óbito, al parecer, se habría producido ya en el siglo XIX. Aquello encrespó, aún más, los ánimos del defensor de deidades. Creo recordar, entre exabruptos varios, que el teísta histérico mencionó a Nietzche como un pobre lugar común entre los ateos. Según el filósofo alemán, Dios había muerto, pero al parecer había resucitado poco tiempo después con renovadas fuerzas. Los dos tipos estallaron en una carcajada, a cual más estentórea, lo cual provocó en mi persona una mezcla de nerviosismo, rubor, sofoco, embarazo y vergüenza. Aquellos dos enloquecidos continuaron enzarzados en una discusión dialéctica de altísimo nivel y volumen. Uno, apelaba a argumentos cosmológicos, teológicos, e incluso ontológicos, para demostrar la existencia de Dios. El otro, en el extremo vital opuesto, contraatacaba con profundas disquisiciones filosóficas y rigurosos hechos científicos.
Cuando uno de ellos mencionó la navaja de Occam, temí que alguien acabará herido. Me tranquilizó saber que se trataba de otra teoría filosófica acerca de lo superfluo de entidades sobrenaturales en la explicación de los fenómenos. Uno, acusaba al otro de tener los conocimientos metafísicos de una ameba. El otro, de infantilismo y nada menos que de ignorancia gnoseológica. Fue en ese instante, cuando pude comprobar que los dos tipos eran en realidad tres. Tal vez, aquello era un curioso fenómeno de reproducción espontánea entre estrépito y estrépito. El tercer individuo, no se lo van a creer ustedes, traía un nuevo punto de vista. Se mostraba contrario a toda forma de gnosis y lo hacía, por supuesto, vociferando todo lo posible. Resultaba incognoscible, según los argumentos empleados por el recién llegado, toda afirmación sobre la divinidad y cualquier otra cuestión metafísica. La única postura intelectualmente válida era la suspensión del juicio sobre cualquier conocimiento absoluto. Aquello era demasiado para mí. A medida que me alejaba con discreción, seguía observando con perplejidad a los tres tipos. Increpaban con inacabables gestos, parecían inagotables a pesar de su edad avanzada y se mostraban dialécticamente irreductibles. ¡Cómo esta el patio!, pensé. Yo pensaba que las conversaciones que se oían en la calle versaban sobre cosas de lo más vulgares.
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