domingo, 21 de abril de 2024

Ateísmo y nihilismo, ¿son comparables?

A estas alturas de la historia, todavía parece haber personas que identifican ateísmo con ausencia de moral. El ateísmo, a priori, no implica gran cosa sobre la moral, tampoco rechazarla. Se dice que hay ateos que son nihilistas en sentido peyorativo, en su sentido más pobre, es decir, un nihilismo meramente negativo, conservador o más bien reaccionario, ya que se remonta a Hobbes y su concepción de un estado natural en el que no existen nociones de lo bueno y lo malo, y en el que los seres humanos vendríamos a ser bestias egoístas en guerra unos con otros.

 

Por supuesto, nos atrevemos a decir que es un minoría de ateos la que piensa de este modo y es más bien una mayoría de "creyentes", del tipo que fuere, la que acepta un mundo político y económico basado en esos presupuestos hobbesianos. Empleamos entonces el término creyentes, simplemente como sinónimo de "conservadores", es decir, los que aceptan el mundo tal y como lo colocan ante sus ojos, por muy injusto e irracional que se muestre. Es una terminología tal vez muy suave cuando hablamos de reducir al ser humano al nivel de la bestia, incapaz de transformar el medio, condicionado entonces por fuerzas externas y preocupado solo por su propia supervivencia. Precisamente, lo que nos diferencia de las bestias es la capacidad de elección, de proporcionar contenido a la moral, y no empleamos este término de manera restrictiva, sino todo lo contrario. Los ateos, una mayoría al menos de los que conocemos, consideramos que la moral no deriva de ninguna fuerza externa al ser humano y a las sociedades que ha creado, sino que surge de su propia potencialidad, de la capacidad que poseemos para transformar nuestro mundo con la única limitación de las leyes naturales (en las que, obviamente, no existe ninguna condición humana determinante previa).

jueves, 11 de abril de 2024

Reflexiones sobre el librepensamiento

Si el librepensamiento, en sus orígenes, consistía en el cuestionamiento de una serie de creencias preestablecidas, así como de todo tipo de autoridad espiritual, hoy esta definición podría ser similar, pero hay que extenderla de modo amplio. Es decir, no se puede simplemente alabar al librepensador de hace siglos, pretender ser como él en la actualidad, y no tardar en inaugurar nuevos dogmas y doctrinas establecidas. Para ser librepensador, o para tratar de serlo (mucho mejor dicho, ya que es tal vez una aspiración y tendencia más que una realidad firme) hay que cuestionar toda afirmación instituida, buscar la verificación, indagar mediante una actitud racional, dejar atrás la tradición y la autoridad, abandonar la abstracción para enfrentarnos a una realidad concreta. Por supuesto, la herramienta imprescindible a priori es la duda; no se trata de un escepticismo también dogmático impuesto sobre todo lo que se nos ponga delante, sino una duda que abra la puerta a la crítica de toda afirmación y posibilite un cambio amplio para el conocimiento.