El mundo está plagado de sinvergüenzas e iluminados (sean honestos o no con sus propias creencias, algo difícil de demostrar a veces) que realizan afirmaciones extraordinarias. ¿Cómo podemos detectar si lo que aseguran tiene o no la más mínima base científica? Alguien dirá que, simplemente, usando las más elementales cautela y sensatez antes de creernos a pies juntillas cualquier disparate. Bueno, hay tantos condicionantes y tanta desinformación, cada vez más en una sociedad en la que prima el consumismo más atroz frente a la honestidad informativa, que la cosa no resulta tan sencilla. Además, los embaucadores de turno utilizan a menudo un lenguaje de apariencia científica para tratar de seducir con una mayor eficacia, por lo que el asunto se complica. Particularmente, se han escuchado tantos ejemplos, y tan irritables, que no sabríamos por donde empezar. Desde la ya habitual mecánica cuántica, para asegurar de la existencia de mundo espirituales, hasta apelar a las leyes de la termodinámica para justificar alguna que otra terapia basada en energía místicas. ¿Qué se puede hacer para que, alguien común sin unos grandes conocimientos científicos, se mantenga a salvo de tantas propuestas pseudocientíficas?
El problema del acceso a un conocimiento veraz es algo que ha preocupado desde hace tiempo a pensadores y científicos. Ya Karl Popper, en los años 60 del siglo XX, propuso su conocida teoría de la falsabilidad. Según la misma, una propuesta universal resulta falsa si es posible demostrar empíricamente que al menos un enunciado que se deduzca de ella es falso. Aunque hoy en día el falsacionismo sigue siendo uno de los pilares del método científico, también ha tenido sus críticas. Por ejemplo, la teoría de las cuerdas, según los expertos, presenta problemas para falsarse y, por ello, algunos la consideran una teoría científica y otros directamente una pseudociencia. Si nos adentramos en el terreno místico, con pleno afán justificatorio la cosa suele funcionar al revés; como no puedes demostrar que lo que afirmo es falso, entonces es verdadero. Hablemos de Dios, de la energía o del sursuncorda. En cualquier caso, ciñámonos a las proposiciones científicas. ¿Cómo podemos refutarlas? (por supuesto, si tenemos la más mínima disposición de ánimo para ello).
Cuando el iluminado de turno, por ejemplo un Deepak Chopra, un Paulo Coelho o un Alejandro Jodorowsky, usa una jerga aparentemente compleja y sofisticada para hacer pasar por atractivo lo que no tiene sentido, hay que preparar un lenitivo para los incautos. Richard Feynman propuso algo muy sencillo y es traducir las afirmaciones realizadas con apariencia científica al lenguaje corriente; así, puede ser posible vislumbrar si se trata de un concepto lógico o de una mera retahíla de términos incomprensibles ajenos a la ciencia. Feynman ponía el ejemplo de una especie de manual científico elemental, que educaba de un modo poco afortunado: el alumno recibe la imagen de un perro de juguete al que se le da cuerda para que se mueva, después un auténtico can y por último una motocicleta. La pregunta para el estudiante es "¿Qué hace que se mueva?". Dicho manual daba como respuesta que es la energía la que propicia el movimiento. Un concepto tan abstracto como ese, que puede ser equiparable a una divinidad, un espíritu o cualquier otro factor místico que produce el movimiento, no puede ser comprendido bien si no se conoce de antemano. Es un ejemplo muy elemental, pero es una buena lección científica preguntar qué habría respondido una persona corriente en casos similares. Si se utiliza la palabra "energía" en el lenguaje vulgar, estamos obligados a saber qué significa exactamente.
De este modo, para saber el verdadero conocimiento científico que tenemos de las cosas deberíamos, siguiendo el ejemplo anterior, explicar con nuestras propias palabras por qué se mueve un perro sin utilizar la palabra energía. Insistimos en que se trata de un ejemplo bastante básico, pero es una manera de poner a prueba nuestro conocimiento o, dicho de otro modo, enfrentarnos a nuestra ignorancia sin subterfugios místicos. Si atendemos a ejemplos más complejos, cuando alguien nos proponga una supuesta teoría científica, habría que exigirle que lo traduzca a un lenguaje accesible, que lo simplifique usando términos de fácil comprensión para cualquiera. No es un método infalible (suponiendo que la persona que propone quiera entrar en el juego, que es mucho suponer), pero al menos puede mantenernos a salvo de los inefables gurús que pretenden revestir sus disparates de una jerga científica. Al parecer, y hablando ahora de personas dedicas a la ciencia, el propio Feynman irritaba a menudo a sus colegas pidiéndoles que, por no conocerlas, explicaran de modo sencillo de qué trataban tal o cual teoría o fórmula. Siguiendo este método podemos identificar al charlatán de terminología rimbombante, que tendrá que recurrir constantemente a conceptos rebuscados para explicar sus teorías. Sin embargo, muchos otros charlatanes hacen propuestas, igualmente sin base real, que son más bien fáciles de entender; incluso, puede decirse que su atractivo procede para mucha gente de esa sencillez (y, en algunos casos, de apariencia lógica). ¿Cómo blindar a la persona corriente frente a ello? Lo dejaremos para futuras entradas.
El problema del acceso a un conocimiento veraz es algo que ha preocupado desde hace tiempo a pensadores y científicos. Ya Karl Popper, en los años 60 del siglo XX, propuso su conocida teoría de la falsabilidad. Según la misma, una propuesta universal resulta falsa si es posible demostrar empíricamente que al menos un enunciado que se deduzca de ella es falso. Aunque hoy en día el falsacionismo sigue siendo uno de los pilares del método científico, también ha tenido sus críticas. Por ejemplo, la teoría de las cuerdas, según los expertos, presenta problemas para falsarse y, por ello, algunos la consideran una teoría científica y otros directamente una pseudociencia. Si nos adentramos en el terreno místico, con pleno afán justificatorio la cosa suele funcionar al revés; como no puedes demostrar que lo que afirmo es falso, entonces es verdadero. Hablemos de Dios, de la energía o del sursuncorda. En cualquier caso, ciñámonos a las proposiciones científicas. ¿Cómo podemos refutarlas? (por supuesto, si tenemos la más mínima disposición de ánimo para ello).
Cuando el iluminado de turno, por ejemplo un Deepak Chopra, un Paulo Coelho o un Alejandro Jodorowsky, usa una jerga aparentemente compleja y sofisticada para hacer pasar por atractivo lo que no tiene sentido, hay que preparar un lenitivo para los incautos. Richard Feynman propuso algo muy sencillo y es traducir las afirmaciones realizadas con apariencia científica al lenguaje corriente; así, puede ser posible vislumbrar si se trata de un concepto lógico o de una mera retahíla de términos incomprensibles ajenos a la ciencia. Feynman ponía el ejemplo de una especie de manual científico elemental, que educaba de un modo poco afortunado: el alumno recibe la imagen de un perro de juguete al que se le da cuerda para que se mueva, después un auténtico can y por último una motocicleta. La pregunta para el estudiante es "¿Qué hace que se mueva?". Dicho manual daba como respuesta que es la energía la que propicia el movimiento. Un concepto tan abstracto como ese, que puede ser equiparable a una divinidad, un espíritu o cualquier otro factor místico que produce el movimiento, no puede ser comprendido bien si no se conoce de antemano. Es un ejemplo muy elemental, pero es una buena lección científica preguntar qué habría respondido una persona corriente en casos similares. Si se utiliza la palabra "energía" en el lenguaje vulgar, estamos obligados a saber qué significa exactamente.
De este modo, para saber el verdadero conocimiento científico que tenemos de las cosas deberíamos, siguiendo el ejemplo anterior, explicar con nuestras propias palabras por qué se mueve un perro sin utilizar la palabra energía. Insistimos en que se trata de un ejemplo bastante básico, pero es una manera de poner a prueba nuestro conocimiento o, dicho de otro modo, enfrentarnos a nuestra ignorancia sin subterfugios místicos. Si atendemos a ejemplos más complejos, cuando alguien nos proponga una supuesta teoría científica, habría que exigirle que lo traduzca a un lenguaje accesible, que lo simplifique usando términos de fácil comprensión para cualquiera. No es un método infalible (suponiendo que la persona que propone quiera entrar en el juego, que es mucho suponer), pero al menos puede mantenernos a salvo de los inefables gurús que pretenden revestir sus disparates de una jerga científica. Al parecer, y hablando ahora de personas dedicas a la ciencia, el propio Feynman irritaba a menudo a sus colegas pidiéndoles que, por no conocerlas, explicaran de modo sencillo de qué trataban tal o cual teoría o fórmula. Siguiendo este método podemos identificar al charlatán de terminología rimbombante, que tendrá que recurrir constantemente a conceptos rebuscados para explicar sus teorías. Sin embargo, muchos otros charlatanes hacen propuestas, igualmente sin base real, que son más bien fáciles de entender; incluso, puede decirse que su atractivo procede para mucha gente de esa sencillez (y, en algunos casos, de apariencia lógica). ¿Cómo blindar a la persona corriente frente a ello? Lo dejaremos para futuras entradas.
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