Se dice
que cuando un acontecimiento da lugar a un efecto de extrañeza la
inteligencia produce mecanismos de defensa con afán de anularlo, desde
la simple negación hasta incluso la exclusión. Naturalmente,
a este esfuerzo de la inteligencia puede seguir el trabajo de la
reflexión, sopesando con ecuanimidad y distanciamiento los argumentos
tratando de acercarse a los hechos con una mirada más abierta,
desinteresada y comprensiva.
Por desgracia, no siempre esta admirable
actitud ocurre así, sobre todo en los casos en que las implicaciones de
aquello a lo que la reflexión se enfrenta, en el caso de ser aceptado,
pueden parecer tan graves como para que todo aquello en que creeemos -es
decir, una parte considerable de lo que somos- se venga abajo. Ese es
también el caso del escepticismo, actitud filosófica que pretende
socavar los fundamentos mismos de la razón. Pero esos mecanismos de
defensa no han podido eliminar la pulsión escéptica, lo que demuestra
tal vez lo inherente que es esta actitud al ser humano al poner en cuestión
todo dogmatismo y toda verdad absoluta.
A pesar de no ser muy conocida, y tener el término un uso popular bastante extenso y arbitrario, la escuela escéptica ha tenido una importancia enorme en la formación del pensamiento moderno. Grosso modo, puede decirse que el escepticismo se esforzó en sostener lo dificultoso de alcanzar la verdad o el conocimiento. Sin embargo, no puede considerarse una doctrina positiva, ya que no afirma la imposibilidad de tal cosa, sino que se esfuerza en mostrar cómo es posible vivir sin creencias y considerar, además, que la incertidumbre es condición sine qua non para una vida feliz. Precisamente, esa sensación de vacío o falta de sentido, de la que puede parecer que se parte en la mirada escéptica, es la que lleva finalmente a buscar un sentido al mundo.
Estoy de acuerdo con aquellos expertos que sostienen que el escepticismo se encuentra en la base del progreso técnico, científico, intelectual y, más importante, moral de Occidente. Puede decirse, incluso, que la actitud escéptica es una de las características propias del pensamiento -occidental, al menos-.
El Cristianismo, parte importante de nuestro acervo cultural -no hay que negarlo-, dio lugar al dogma, a la doctrina fundada en una verdad revelada que mantiene la subordinación e imposibilita un auténtico progreso social e individual. Poco nos queda de la pluralidad de la Antigua Grecia. La respuesta para seguir expandiendo la razón y para darle un auténtico sentido al progreso -a pesar de lo controvertido que resulta esta concepto en la llamada posmodernidad- está, tal vez, en tratar de recuperar el rico pensamiento de aquellos filósofos fundadores que dieron lugar ya a una primera Ilustración siglos antes de la llegada del cristianismo.
Frente a todo dogma de su tiempo, el escepticismo se mantuvo en el otro lado de la balanza como un impagable guardián permanente. Frente a tantos dogmas que siguen lastrando nuestra sociedad, y frente a tanta banalidad que nubla el pensamiento, pienso que es fundamental la actitud escéptica -cuya etimología remite a "seguir indagando"-.
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