En una librería de viejo, enontramos este libro y, cómo resistirse a su compra, con semejante título: El ateísmo. La aventura de pensar libremente en España; máxime cuando vemos en los capítulos dedicados a los siglos XIX y XX con no poco espacio dedicado al anarquismo y también todo un epígrafe a Francisco Ferrer Guardia. Nos encontramos con una rigurosa y estimulante obra, editado por Cátedra en 2016, cuyo autor es el filólogo e historiador Andreu Navarra Ordoño. Comienza el libro con una declaración de intenciones donde el autor asegura no tener ninguna vocación polémica y si el afán de haber hecho un trabajo de investigación histórica. El objetivo es corregir el hecho de que es el ateísmo una postura filosófica no lo suficientemente estudiada en España; el ateísmo y una serie de conceptos más o menos cercanos como pueden ser el escepticismo, la incredulidad, el materialismo, el evolucionismo, la laicidad, el anticlericalismo…
De hecho, hay una obra previa del mismo autor, editada también por Cátedra en 2013, con el título El anticlericalismo. ¿Una singularidad de la cultura española?; Andreu Navarra pretende diferenciar claramente los dos ámbitos, el del anticlericalismo y el del propio ateísmo y de ahí la existencia de esta obra, a pesar de tener cierta relación semántica; mientras que el anticlericalismo tiene más que ver con lo político, el ateísmo está más vinculado a la filosofía y a la teoría del conocimiento. El ateísmo, por lo tanto, sería un posición filosófica; el anticlericalismo tendría más que ver con un posicionamiento político, y el lacismo estaría más vinculado a la libertad de conciencia, a la libre concurrencia de opiniones a nivel social; de forma obvia, son tres esferas interrelacionadas, pero se nos recuerda que de ninguna manera deben confundirse. El pensamiento conservador siempre ha sostenido que el ateísmo español ha estado siempre influido por otros países, mientras que la obra que nos ocupa sostiene que sí existe un pensamiento ateo sistemático y culto de raíz hispánica, que llega hasta la actualidad.
Los objetos del libro quedan reducidos, en palabras del propio autor, a tres grupos de fenómenos: en primer lugar, y a través del estudio de la documentación inquisitorial, menciona las formas de disidencia religiosa entre los siglos XVI y XVIII con una especial atención a la relación entre el concepto de incredulidad y el del ateísmo; en un segundo lugar, se estudian en las obras los textos abiertamente ateos, donde entraría el libertario Ferrer Guardia, pero también muchos otros autores como el filósofo Ortega y Gasset o, más recientemente, Gonzalo Puente Ojea; como tercera y última finalidad, se estudia la abundante literatura represiva escrita durante siglos para combatir el ateísmo. De hecho, puede decirse que hay más textos en contra del ateísmo que a su favor y por ello se tratar dar a conocer y clarificar esta apasionante corriente de pensamiento.
No me resisto a leer una definición de ateísmo aportada por Joan Carles Marset y reproducida en el libro (Ver página 24):
Yo, particularmente, me he encontrado en ámbitos ateos con personas que aseguraban que al ateo le define solo la renuncia a creer en ningún dios; bien, esto será técnicamente correcto, pero me agrada encontrar obras como esta en las que se sostiene que, de forma obvia, la cuestión es mucho más rica y tiene una gran cantidad de consecuencias. Yo mismo he vinculado a menudo el ateísmo con el escepticismo, aunque bien es cierto que complementado con el apelativo de crítico; pero, lo que es seguro es que si atendemos a la definición dada, “una concepción radicalmente profana e intrascendente de la existencia humana”, abrimos con ella un horizonte mucho más amplio para la acción humana que un simple escepticismo. Siempre he sostenido algo similar a lo que asegura Andreu Navarra, que la renuncia existencial a un Más Allá conceptual obliga por lo general a atender con mayor intensidad nuestra vida actual también a un nivel intelectual e incluso moral; al menos, debería ser todo un debate a mundo negado por los religiosos.
Por otra parte, también es fácilmente vinculable el pensamiento religioso con dogmas, verdades definitivas y creencias incuestionables; el ateísmo vendría a ser todo lo contrario, el afán por hacerse preguntas y por buscar un mayor horizonte humano, a pesar de los que sostengan lo contrario jugando de manera tramposa con el lenguaje. El ateísmo, al igual que el escepticismo de la escuela religiosa, viene a ser una suspensión del juicio y un afán por seguir reflexionando, no una afirmación (o negación, en este caso) categórica. El ateísmo podría estar, tal y como aseguraban aquellos ateos simplistas de ciertos foros actuales, vacío de contenido; la realidad, muy al contrario, es que está vinculado a muchos conceptos, pensamientos y acciones humanas; la más evidente es la reivindicación laicista, que precisamente pretende que, en condiciones igualitarias, cada persona pueda pensar o creer lo que le venga en gana. Puente Ojea nos aclaró que los problemas suscitados por los ateos no tenían que ver tanto con la creencia en Dios como con la negación acerca de la existencia del alma o el espíritu; puede que tenga razón, ya que está muy vinculada al ateísmo la posición filosófica del materialismo, según la cual son atributos propios de la materia los fenómenos que un espiritualista atribuye al alma. Así, de forma encomiablemente polémica, se considera que la creencia en Dios partiría de un deseo de eternización de la existencia originado en el animismo primitivo.
Platón y Aristóteles sistematizarán el dualismo, que Descartes relanzó en el siglo XVII, y habría que esperar a Spinoza para una ruptura con dicho dualismo y “reintegrar las dos esferas de la humanidad y el universo en el monismo de la sustancia”; después, Nietzsche daría un golpe mortal al dualismo, que parecía venirse abajo entre los siglos XIX y XX. Puente Ojea considerará ya sin ambages la positividad del pluralismo fenomenológico de la materia. Por lo tanto, el pensamiento ateo también se encontraría ligado a la renuncia a toda esencia inmaterial, o como la queramos denominar, incluida en el interior del ser. Creemos que puede decirse, como han asegurado ya muchos autores, que los orígenes del ateísmo intelectual hay que buscarlos en la Antigua Grecia. Los filósofos griegos podríamos considerarlos también científicos y, por ejemplo, Demócrito ya describió la estructura atómica de la materia; en la Edad Moderna, los disidentes religiosos volverán a ello al tratar de excluir la apelación a una inteligencia divina como principio ordenador de la materia.
En otros ámbitos, como es el social y moral, ya Platón relacionaba una actitud piadosa con ausencia de actos delictivos; muy al contrario, los pensadores escépticos apostarán por una ética autónoma y opinarán exactamente lo contrario. En esa línea, Gonzalo Puente Ojea aseguró que la moral, el amor al prójimo, la compasión o la solidaridad, no necesitan de religión alguna, que solo lleva a esa práctica de manera alienante; muy al contrario, la historia de las religiones es la de los genocidios, las guerras, la violencia física contra los cuerpos y la intimidación moral contras las conciencias. Lo que Andreu Navarra desmonta de forma obvia, gracias a las fuentes consultadas y a la abundante producción cultural, es que exista ninguna unidad de conciencia a lo largo de la historia, tal y como de manera oficial se nos ha querido ver; se descubre así una gran complejidad del mundo intelectual hispánico. Si en la Edad Moderna, a menudo el ateo renunciaba a poner en práctica sus convicciones para tratar de implantar la libertad de conciencia en el espacio público, es algo que ya no ocurre afortunadamente en la actualidad y las asociaciones de ateos y librepensadores son auténticamente combativas al respecto.
Es este ateísmo el más interesante, el que propugna con firmeza la libertad de conciencia, abunda en el escepticismo crítico, que se afana en la investigación, y lucha por el librepensamiento; desgraciadamente, gran parte de la sociedad puede no ser creyente al modo tradicional, pero muestra más bien desdén por esas inquietudes intelectuales, y podemos decir también morales y políticas, por lo que no es extraño que se haya producido un retorno de otros tipos de pensamiento mágico y abunden las terapias pseudocientíficas. En cualquier caso, históricamente, la clase sacerdotal ha acusado de ateísmo a cualquiera que no cree lo mismo que ellos (por ejemplo, a deístas y panteístas, que no dejan de ser otro tipo de creyentes) y este libro pretende desvincular esas acusaciones lanzadas sobre cualquier disidencia y evidenciar lo que sería el auténtico ateísmo para poder estudiarlo con propiedad. En nuestra opinión, lo ha conseguido y su lectura es más que recomendable.
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