Hay quien, con afan reduccionista y tergiversador, desdeña el ateísmo
al considerarlo un residuo de la Ilustración y una consecuencia de la
lucha contra el poder de la Iglesia Católica. Es, por lo tanto, una
identificación del ateísmo con el anticlericalismo, algo que podemos
considerar una especie de sinécdoque, si empleamos una figura literaria
para definirlo. El anticlericalismo es, en mi opinión, inherente a las
ideas libertarias, la oposición coherente a cualquier forma de clase
dirigente (o mediadora), que se erige en portadora de ciertos
conocimientos o se cree capaz de erigir los designios de sus semejantes.
Pero hay otro debate que es importante y es nuestra capacidad de
abstracción, por lo que la polémica se libraría aquí en el terreno del
pensamiento, para demostrar que un contexto exento de divinidad es mejor
para los seres humanos. Para empezar, refutar a todos aquellos que
niegan la importancia del ateísmo en la historia de la humanidad, desde
la Antigua Grecia hasta la mencionada Ilustración de los siglos XVII y
XVIII en la que la literatura crítica se ocupó ampliamente de la
cuestión divina.
Los representantes de la religión se esfuerzan en simplificar al hombre y a la historia, el debate sobre Dios (y sobre la existencia de un alma inmaterial) desde un punto de vista crítico ha sido crucial en el pasado siglo y puede tener su colofón en nuestra época. El ateísmo apuesta por una concepción del mundo y del hombre radicalmente opuesta a la de cualquiera de las confesiones religiosas, que en el fondo encierran la misma visión. El ateísmo, o la denominación que se le quiera dar como forma de no creencia, deja a un lado la hipótesis divina y el dualismo cuerpo/alma. Los que piensan de esta manera van, innegablemente, en aumento a pesar de que muchos no creyentes se muestren indiferentes en público ante el debate. Desgraciadamente, la posmodernidad conlleva una especie de mercado de las creencias en el que la fragmentación religiosa parece substituir los viejos asideros dogmáticos.
Como todo debate hay que concretarlo, hay que decir que los auténticos opositores a una concepción teísta del mundo (o deísta, en su versión histórica algo más amable) son los que niegan cualquier forma de instancia superior, personal, omnipotente y creadora, y la existencia de un alma personal, inmaterial e inmortal que continuará la vida en un más allá. A mí me gusta hablar de negación de la trascendencia, aunque es bueno llamar a las cosas por su nombre y denunciar tanto las grandes concepciones antiguas, que resultan todavía hoy en poderosas instituciones, como las creencias de nuevo cuño que enmascaran la misma visión alienante. La concepción religiosa combate lo que considera relativismo, pero el enemigo para el ateísmo es el absolutismo que se encuentra detrás de cualquier confesión, y resulta digno también de debate si esas dos nociones forman parte de dos polos antitéticos o, siendo algo más complejo es algo más a cuestionar para enriquecer el pensamiento. Porque ateísmo no es equivalente a relativismo, ni muchos menos a ausencia de valores como querrán hacer ver los representantes de la religión, es situar esos valores en un plano humano y, por lo tanto, tratar de afiazar un verdadero compromiso con ellos.
Ser ateo, tal y como yo lo concibo, es convertirse en un poderoso adversario intelectual y moral de toda visión religiosa. Hay quien definió el ateísmo como una "certeza negativa", algo con lo que no sé si estoy de acuerdo, lo mismo que esos juegos de palabras que pretenden convertir el pensamiento ateo en una suerte de fe o le añaden el apelativo de "fuerte" o "débil", el esfuerzo de la razón que supone el ateísmo no debería tener grados ni subterfugios. Que la idea de Dios sea absurda, o que niegue la posibilidad de la libertad (como dijo el pensador anarquista Mijaíl Bakunin), son cuestiones interesantes, pero lo que resulta racional y coherente es considerar que las creencias son producto de la historia de la humanidad, con sus grandezas y con sus miserias, algo de lo que obviamente podemos aprender muchísimo. Al margen de ello, ya que la razón también ha sido apropiada por las religiones hasta el punto de que niegan su antagonismo con la fe, lo auténticamente importante es que el ateísmo abre la posibilidad de una nueva concepción, inmanente al mundo y al ser humano, materialista como punto de partida para llevar a cabo todos los logros que permita el intelecto y la moralidad del hombre. Es un combate contra la obediencia y resignación inherente a la confesión religiosa. Este debate, esta capacidad para la especulación filosófica y científica, es una labor importante a la que no quitaría importancia con la simple presunción de una superioridad intelectual y moral que siempre hay que demostrar en la teoría y validarla en la práctica (las ideas libertarias cuestionan la separación entre una y otra, premisa más que valiosa, ya que la acción transformadora puede tener cabida en cualquier contexto).
Los representantes de la religión se esfuerzan en simplificar al hombre y a la historia, el debate sobre Dios (y sobre la existencia de un alma inmaterial) desde un punto de vista crítico ha sido crucial en el pasado siglo y puede tener su colofón en nuestra época. El ateísmo apuesta por una concepción del mundo y del hombre radicalmente opuesta a la de cualquiera de las confesiones religiosas, que en el fondo encierran la misma visión. El ateísmo, o la denominación que se le quiera dar como forma de no creencia, deja a un lado la hipótesis divina y el dualismo cuerpo/alma. Los que piensan de esta manera van, innegablemente, en aumento a pesar de que muchos no creyentes se muestren indiferentes en público ante el debate. Desgraciadamente, la posmodernidad conlleva una especie de mercado de las creencias en el que la fragmentación religiosa parece substituir los viejos asideros dogmáticos.
Como todo debate hay que concretarlo, hay que decir que los auténticos opositores a una concepción teísta del mundo (o deísta, en su versión histórica algo más amable) son los que niegan cualquier forma de instancia superior, personal, omnipotente y creadora, y la existencia de un alma personal, inmaterial e inmortal que continuará la vida en un más allá. A mí me gusta hablar de negación de la trascendencia, aunque es bueno llamar a las cosas por su nombre y denunciar tanto las grandes concepciones antiguas, que resultan todavía hoy en poderosas instituciones, como las creencias de nuevo cuño que enmascaran la misma visión alienante. La concepción religiosa combate lo que considera relativismo, pero el enemigo para el ateísmo es el absolutismo que se encuentra detrás de cualquier confesión, y resulta digno también de debate si esas dos nociones forman parte de dos polos antitéticos o, siendo algo más complejo es algo más a cuestionar para enriquecer el pensamiento. Porque ateísmo no es equivalente a relativismo, ni muchos menos a ausencia de valores como querrán hacer ver los representantes de la religión, es situar esos valores en un plano humano y, por lo tanto, tratar de afiazar un verdadero compromiso con ellos.
Ser ateo, tal y como yo lo concibo, es convertirse en un poderoso adversario intelectual y moral de toda visión religiosa. Hay quien definió el ateísmo como una "certeza negativa", algo con lo que no sé si estoy de acuerdo, lo mismo que esos juegos de palabras que pretenden convertir el pensamiento ateo en una suerte de fe o le añaden el apelativo de "fuerte" o "débil", el esfuerzo de la razón que supone el ateísmo no debería tener grados ni subterfugios. Que la idea de Dios sea absurda, o que niegue la posibilidad de la libertad (como dijo el pensador anarquista Mijaíl Bakunin), son cuestiones interesantes, pero lo que resulta racional y coherente es considerar que las creencias son producto de la historia de la humanidad, con sus grandezas y con sus miserias, algo de lo que obviamente podemos aprender muchísimo. Al margen de ello, ya que la razón también ha sido apropiada por las religiones hasta el punto de que niegan su antagonismo con la fe, lo auténticamente importante es que el ateísmo abre la posibilidad de una nueva concepción, inmanente al mundo y al ser humano, materialista como punto de partida para llevar a cabo todos los logros que permita el intelecto y la moralidad del hombre. Es un combate contra la obediencia y resignación inherente a la confesión religiosa. Este debate, esta capacidad para la especulación filosófica y científica, es una labor importante a la que no quitaría importancia con la simple presunción de una superioridad intelectual y moral que siempre hay que demostrar en la teoría y validarla en la práctica (las ideas libertarias cuestionan la separación entre una y otra, premisa más que valiosa, ya que la acción transformadora puede tener cabida en cualquier contexto).
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