Aunque las discusiones, en la barra de un bar, se ajustan normalmente al estado de forma de alguna figura del mundo del deporte o, todavía peor, de la política, aquella mañana parecía haber algo raro en el ambiente. El tema central del muy agitado debate parecía ser la creencia, o no, en el Unicornio Rosa. Yo estaba apurando mi taza de café, con una envidiable tranquilidad existencial, cuando alguien visiblemente exhaltado pareció dirigirse a mí. No puede evitar un gesto de sorpresa cuando aquel individuo parecía pedirme opinión sobre el asunto. Con una ligera sonrisa, aclaré que yo no entraba en esas disquisiciones, ya que simplemente no pensaba que existiera tal cosa. Mi asombro mutó en horror cuando mi interlocutor, todavía más enervado debido a mi respuesta, me exigió algo así como una opinión sobre si el susodicho Unicornio Rosa, además de Señor y Creador del Universo, intervenía en los asuntos humanos.
Antes de que mi pobre cerebro pudiera procesar adecuadamente la información, otro individuo de cierta edad intervino de forma igualmente tajante. ¡Vamos a ver, chaval!, dijo de forma admonitoria, se te está pidiendo tu opinión en esta polémica. Continuó insistiendo en que la cuestión era demasiado importante, que la humanidad llevaba miles de años debatiendo sobre el asunto y que no podía zanjarse tan alegremente manifestando una simple y mera falta de creencia. Dejé pasar unos segundos, para que mis neuronas volvieran a establecer comunicación entre sí, y acerté a decir, dibujando una sonrisa en mi rostro, que la idea del Unicornio Rosa era una de las muchas fantasías o mitos que la humanidad había generado desde que empezó a hacerse preguntas. Después de escuchar mis palabras, un grupo de personas, que cada vez aparentaba ser más nutrido, empezó a mirarse entre sí con un gesto que me parecía a mucha distancia de lo amigable.
Una señora, notablemente enfadada, se colocó a escasos centímetros de mi cara espetándome algo sobre el respeto al creyente. Otra voz masculina, a cuyo propietario no llegué a vislumbrar, me dijo que el unicornio rosa era omnisciente, omnipotente y absolutamente bondadoso, por lo que me atuviera a las consecuencias. Una joven, con aspecto de estudiante, recordó que culturas antiguas rendían culto a diversos unicornios rosas. Alguien encolerizado la cortó ipso facto recordando que eso sería antes de la creencia en un único y perfecto unicornio rosa, base de nuestra civilización. Acerté a decir, no sin cruel ironía, que la creencia en un solo Unicornio Rosa era muy diferente, y por supuesto mucho más respetable, a la de dos o más. El tipo se volvió de tal manera, que mi cuerpo se inclinó hacia atrás reclamando espacio. Dijo, con un tono muy por encima de lo audible, que si las personas dejan de creer en el Unicornio Rosa empiezan a creer cualquier otra cosa.
Lejos de amedrentarme, mi estado de ánimo empezó a verse pletórico de energía intelectual. Le espeté a aquel individuo, recuperando parcialmente mi espacio físico, que precisamente la humanidad había realizado un montón de barbaridades en nombre de la creencia en su Unicornio Rosa. Cuando ya pensaba que iba a recibir un directo en mi rostro de aquel energúmeno, alguien reclamó un poquito de sosiego. Se trataba, esta vez, del camarero, el cual trato de aportar un cierto equilibrio a la animada controversia. Así, aseguró que existía una postura intermedia entre las nuestras tan categóricas, que es la que considera inaccesible para el entendimiento humano la naturaleza y existencia del Unicornio Rosa. A mucha distancia ya de la tranquilidad intelectual, le dije que muy bien, que me alegraba, pero que yo insistía en que se trataba de una fantasía especulativa. Además, nociva, si nos atenemos a que se pretende seguir inculcando a los tiernos infantes, en base a libros antiguos de lo más cuestionables, y que dicha creencia les marque el resto de sus vidas.
Después de mis últimas palabras, solo un treintañero de aspecto intelectual rompió el tenso silencio recordando a cierto filósofo alemán, que ya dijo en el siglo XIX que el Unicornio Rosa había muerto. Aquello fue como un resorte que disparó a la muchedumbre. A esas alturas del debate, los gritos e insultos se sucedían. Alguien volvió a insistir en la naturaleza todopoderosa e infinita del Unicornio Rosa, y que nos íbamos a acordar los impíos por esto. Otra persona aseguró que él creía hasta el absurdo, que ni la razón ni la ciencia lo explicaban todo. Un tercero vinculó los valores morales con el Unicornio Rosa, que era una vergüenza, que la juventud de ahora y… bla, bla, bla. Me vi zarandeado de un lado a otro mientras paradójicamente se me exigía respeto. Mi pobre integridad física corría un serio peligro a manos de aquella especie de nueva Inquisición. Afortunadamente, un último gesto de lucidez del camarero acertó a encender un aparato de televisión. Aquello, que pareció ir calmando progresivamente a la masa, provocó que me viniera a la mente cierta frase sobre "el opio del pueblo".
Una señora, notablemente enfadada, se colocó a escasos centímetros de mi cara espetándome algo sobre el respeto al creyente. Otra voz masculina, a cuyo propietario no llegué a vislumbrar, me dijo que el unicornio rosa era omnisciente, omnipotente y absolutamente bondadoso, por lo que me atuviera a las consecuencias. Una joven, con aspecto de estudiante, recordó que culturas antiguas rendían culto a diversos unicornios rosas. Alguien encolerizado la cortó ipso facto recordando que eso sería antes de la creencia en un único y perfecto unicornio rosa, base de nuestra civilización. Acerté a decir, no sin cruel ironía, que la creencia en un solo Unicornio Rosa era muy diferente, y por supuesto mucho más respetable, a la de dos o más. El tipo se volvió de tal manera, que mi cuerpo se inclinó hacia atrás reclamando espacio. Dijo, con un tono muy por encima de lo audible, que si las personas dejan de creer en el Unicornio Rosa empiezan a creer cualquier otra cosa.
Lejos de amedrentarme, mi estado de ánimo empezó a verse pletórico de energía intelectual. Le espeté a aquel individuo, recuperando parcialmente mi espacio físico, que precisamente la humanidad había realizado un montón de barbaridades en nombre de la creencia en su Unicornio Rosa. Cuando ya pensaba que iba a recibir un directo en mi rostro de aquel energúmeno, alguien reclamó un poquito de sosiego. Se trataba, esta vez, del camarero, el cual trato de aportar un cierto equilibrio a la animada controversia. Así, aseguró que existía una postura intermedia entre las nuestras tan categóricas, que es la que considera inaccesible para el entendimiento humano la naturaleza y existencia del Unicornio Rosa. A mucha distancia ya de la tranquilidad intelectual, le dije que muy bien, que me alegraba, pero que yo insistía en que se trataba de una fantasía especulativa. Además, nociva, si nos atenemos a que se pretende seguir inculcando a los tiernos infantes, en base a libros antiguos de lo más cuestionables, y que dicha creencia les marque el resto de sus vidas.
Después de mis últimas palabras, solo un treintañero de aspecto intelectual rompió el tenso silencio recordando a cierto filósofo alemán, que ya dijo en el siglo XIX que el Unicornio Rosa había muerto. Aquello fue como un resorte que disparó a la muchedumbre. A esas alturas del debate, los gritos e insultos se sucedían. Alguien volvió a insistir en la naturaleza todopoderosa e infinita del Unicornio Rosa, y que nos íbamos a acordar los impíos por esto. Otra persona aseguró que él creía hasta el absurdo, que ni la razón ni la ciencia lo explicaban todo. Un tercero vinculó los valores morales con el Unicornio Rosa, que era una vergüenza, que la juventud de ahora y… bla, bla, bla. Me vi zarandeado de un lado a otro mientras paradójicamente se me exigía respeto. Mi pobre integridad física corría un serio peligro a manos de aquella especie de nueva Inquisición. Afortunadamente, un último gesto de lucidez del camarero acertó a encender un aparato de televisión. Aquello, que pareció ir calmando progresivamente a la masa, provocó que me viniera a la mente cierta frase sobre "el opio del pueblo".
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