sábado, 30 de julio de 2022

Compendio de pacotilla intelectual

Existe un texto de Bertrand Russell con este nombre, tan lúcido como divertido, que se recoge en la valiosa recopilación Dios no existe, de Christopher Hitchens. Echemos un vistazo a las perlas que en él se comentan, muchas de ellas dedicadas a los hombres religiosos, siendo las épocas en las que mayor poder tenían menos proclives a la sabiduría. Efectivamente, en los periodos caracterizados por el predominio de la fe el clero imponía todo su criterio. Cada etapa oscurantista trata de ser ocultada con el fin de que la nueva etapa oscurantista no se reconozca como tal. Russell repasa algunos ejemplos de irracionalidad en el clero, desde que la ciencia comenzó a desarrollarse, y después analiza si el resto de la humanidad es mucho mejor.

 
En el mundo anglosajón, el clero se opuso al invento del pararrayos realizado por Benjamin Franklin, ya que ello suponía un intento de frustrar la voluntad de Dios. Entre las numerosas crueldades imaginables sobre una deidad, considerada encima omnibenevolente, no se me ocurren peores que considerar que un ser supremo envía fenómenos catastróficos para castigar a sus creaciones. No es esta visión exclusiva del monoteísmo occidental, ya que Gandhi (cuya figura está idealizada hasta el exceso), después de que unos seísmos sacudieran la India, comentó que aquello era un castigo divino por ciertos pecados. Estamos hablando de la época contemporánea, en la que se entiende que el deísmo habría sido la visión triunfante sobre los creyentes más razonables. Insistiremos en que, al margen de la creencia o no creencia de cada cual, no se nos ocurre que una mente saludable imagine una mano sobrenatural detrás de cada hecho accidental (esto es, en los que la mano del hombre no ha intervenido). Y ello por doble motivo, primero por una cuestión puramente racional, pero también, y más grave, por considerar que "alguien" merece esos castigos realizados por motivos inescrutables.

domingo, 3 de julio de 2022

La subversiva búsqueda del conocimiento

A poco que uno tenga cierto apego hacia el conocimiento, vivimos una época cuanto menos desconcertante. Lo habéis adivinado, me refiero una vez más a las numerosas creencias, supercherías y charlatanes que proliferan por doquier. Se trata muy problamente, de lo que nos depara la sociedad del consumo y el capitalismo con su pertinaz mercantilización de la vacuidad. Cuanta más estulticia prolifere, tanto mejor, el personal más sumiso y manipulable.
 
Por supuesto, no hay que culpar íntegramente al sistema que padecemos, esta situación es también algo que haya su caldo de cultivo en esa escalofriante tendencia del ser humano a creer en cualquier cosa, a subordirnarse a algún adalid o inefable caudillo, o a mostrar un respeto excesivo por cualquier forma de autoridad, oficial o alternativa. El propio tratamiento que sufre la información, en una época en el que nunca fue tan fácil acceder a ella, es significativo.Verdades proclamadas un día, no mucho tiempo después son olvidadas sin que sea necesario el desmentido. ¿Podemos hacer algo contra todo esto? ¿Claudicamos de una vez y entregamos las armas? Sí, de nuevo lo habéis adivinado, jamás entregaremos las armas; como dijo Leonidas, que vengan a por ellas. A pesar de lo que nos digan ciertos posmodernos, no se nos ocurre otro sistema mejor para combatir tanta falsedad y tontería, que el método científico. Es el mejor antídoto contra toda tentación idiota, al mismo tiempo que una inestimable táctica subversiva. Ah, pero no hablo de ninguna complica epistemología fundada en complejas y abstrusas teorías. No, hablo de la más elemental sensatez unida a un poquito de esfuerzo para cuestionar, reflexionar, contrastar y, si es necesario, hasta refutar e incluso erradicar (hablo, por supuesto, de ignorancia, creencias y de todo tipo de lugares comunes, para las que, insisto, los seres humanos estamos muy dotados para abrazar).