En la filosofía posmoderna, que ya adelantamos que resulta la mayor parte de las veces un fárrago de mucho cuidado en el que no vamos a incidir, se considera que la ciencia es simplemente un “discurso” más insertado en una determinada cultura, en este caso la de los valores occidentales.
Aunque resulta difícil de creer a priori que alguien considere esto como cierto, se viene a decir que el conocimiento científico viene a ser equiparable a la construcción de mitos de otras culturas, ni más ni menos válido. Frente a la afirmación de que resulta posible acercarnos a un conocimiento objetivo, nos dicen ahora que todo es más o menos relativo, resultado de una determinados prácticas sociales y políticas. Bien, esto explicaría, al menos en parte, por qué en las sociedades “avanzadas” (no repriman ustedes la risa por el epíteto) proliferan toda suerte de discursos y remedios alternativos, que nos prometen una salud y una existencia envidiables, y que se insista tantas veces en la división entre el conocimiento occidental y el oriental.
Mientras que la mayoría de los seres vivos solo puede interactuar con su
entorno y reaccionar ante la información que reciben de él para
sobrevivir, los seres humanos disponemos de la capacidad para
reflexionar sobre nuestra realidad. Así, el ser humano puede discurrir
sobre sí mismo, su origen y su destino. Es lo que se ha querido definir
como capacidad racional en el hombre, a diferencia del resto de seres
vivos, que le supone ir avanzando en la búsqueda de conocimiento e ir
adquiriendo habilidades para modificar la naturaleza.
Por lo tanto, y
disquisiciones éticas al margen, la razón es una herramienta poderosa en
el ser humano para conocer el mundo con la mayor exactitud posible. El
acceso al conocimiento es siempre una experiencia individual, por lo que
el concepto de "realidad" está muy condicionado por la subjetividad,
aunque es de suponer una tendencia a cierta objetividad (una descripción
"razonable" del mundo). Es un tema delicado, en el que no habría que
pontificar sobre lo que es real o verificable; de hecho, nuestra propia
percepción suele modificar la realidad observada, por lo que es
complicado deducir una interpretación "exacta". Las alteraciones
perceptivas que sufre una persona son múltiples y, no necesariamente,
producto de ciertas sustancias. En definitiva, puede decirse que toda
experiencia es por definición subjetiva, lo que el individuo percibe es
una sensación única e intransferible; del mismo modo, las
interpretaciones son inevitablemente parciales y sesgadas. Así, a pesar
de que la realidad se mantenga imperturbable, el conocimiento está
siempre condicionado por la subjetividad; el más variado grupo de
personas expuesto a la misma situación ofrecerá interpretaciones muy
dispares.
Alguien dijo que el mito expresa lo que jamás deja de ocurrir y, al
ser un paradigma, resulta válido para todos los tiempos. De alguna
manera, queda fija mediante el mito la esencia de una situación cósmica o
de una estructura de la realidad, y se advierte en el relato que se
desarrolla en un tiempo siempre presente. Los presocráticos fueron
ambivalentes respecto al mito, lo descartaron de alguna manera en
beneficio del logos, pero también hicieron crecer a éste sobre el
terreno de aquél. Más tarde, los sofistas tratarán de separar el mito de
la razón, aunque admitiendo en algunos casos la narración mitológica
para la verdad filosófica. Platón, en esa línea, considerará el mito
como un modo de expresar cierta verdades que escapan a la capacidad
razonadora. Filósofos neoplatónicos tratarán la naturaleza y clases de
mitos, así como la justificación de su carácter divino (lo mitos
representarían a los dioses y a sus acciones). También en la Edad Media
se prestará especial atención a los mitos y a su carácter explicativo.
Tuve la oportunidad hace ya tiempo de disfrutar de la lectura de El diccionario del diablo,
algo que me resultaría una grata sorpresa al no conocer en absoluto al
autor. La lucidez presente en este glosario sobre la estupidez humana,
así como la mala uva y el corrosivo sentido del humor, hicieron pasar a
la posteridad esta obra y sigue teniendo, desgraciadamente por otra
parte, plena actualidad más de un siglo después.
El estadounidense
Ambrose Bierce (1842-1914) ejerció también de periodista y
editorialista, siempre polémico y con la enemistad ganada de muchos de
sus colegas de profesión. Su prestigio como escritor se debe sobre todo a
sus narraciones cortas, no exentas tampoco de ironía y de humor negro,
con frecuentes temáticas del género de terror. Es por eso que se le
considera, tantas veces, a la altura de sus compatriotras Allan Poe y
H.P. Lovecraft, y heredero de otros escritores norteamericanos
fundamentales como Nathaniel Hawthorne y Herman Melville. La vida de
Bierce es digna de un relato de aventuras y, en su tramo final en México
junto a Pancho Villa (con misterioso final incluido), así lo recogió la
conocida novela de Carlos Fuentes Gringo viejo y la homónima
adaptación cinematográfica de Luis Puenzo en 1989 protagonizada por Gregory
Peck. Siendo un crío, Ambrose Bierce entraría en la Escuela Superior
Militar de Kentucky y lucharía posteriormente como voluntario en la
Guerra de Secesión; solo después del conflicto, pobre y desencantado
como estaba, comenzó a escribir; en 1876, partió hacia Bosnia para
realizar un trabajo geográfico y, de ahí, sin que se sepa muy bien cómo,
acabó en Estambul donde conocería a Bakunin; el gigante anarquista ruso
le iniciaría en la idea y partirían hacia Roma decididos a liquidar a
Pío IX; perseguidos por la policía de todo el Continente, se separan en
Esmirna y Bierce vuelve a los Estados Unidos, donde iniciaría su carrera
como periodista y escritor; hechos trágicos en su vida y desengaños
amorosos le condujeron al alcohol y a un carácter amargo, para acabar
emigrando a México y luchar al lado de Pancho Villa; sus últimas
palabras en suelo estadounidense fueron: "Si se enteran de que he sido
puesto contra un paredón mexicano y cosido a balazos, sepan que pienso
que es una buena forma de abandonar esta mierda".
Gonzalo Puente Ojea califica la historia de Jesús de "impresionante ficción legendaria", sustentada en el Evangelio atribuido a Marcos. Es lo que podemos describir como una substitución del Jesús histórico por el Cristo de la fe, algo que constituye una fractura insalvable y cuyas consecuencias llegan, desgraciadamente, a la sociedad de hoy. La apologética evangélica nos ha legado volúmenes de simplificación y tergiversación, por lo que hay que atender a los textos con sentido histórico y contextualizar en las realidades ideológicas, económicas, sociales y políticas de aquellos días para tratar de restaurar un Jesús acercado a la realidad.
Aunque es un poco triste señalar esto a estas alturas, todos nos hemos encontrado con personas supuestamente ilustradas que, de una manera u otra, aceptan los libros de La Biblia como fuentes historiográficas. Puede decirse que el Evangelio de Marcos es una obra que constituye un género literario original; aunque se refiera a determinados hechos, es obvio que debe clasificarse como un documento kerygmático (del griego kerygma, anuncio o proclamación), es decir, un instrumento para la predicación. Precisamente, a pesar de la también presente intención historiográfica de los Evangelios, los exégetas creyentes aluden a esa vertiente kerygmática para tratar de justificar las numerosas contradicciones e incompatibilidades entre los diferentes textos. Por lo tanto, el Evangelio puede calificarse como un género literario de carácter histórico-teológico, cuyo propósito es certificar la autenticidad histórica y doctrinal de la figura de Jesús de Nazaret. Por supuesto, para realizar esa labor se subordina y adapta el soporte historiográfico a un molde dogmático, por lo que se pretende dar a conocer de una manera interesada. Estamos hablando de un texto que quiere inculcar una tesis teológica, la cual se profesa como una "verdad revelada", que tendría dos vertientes bien diferenciadas: proclamar a Jesús como heraldo del Reino de Dios y la de la Iglesia como proclamante del Cristo resucitado.
El relato presente en el Evangelio de Marcos no se desarrolla cronológicamente, sino de manera teológica, partiendo de la idea de la muerte de Jesús como propiciatoria del Reino y como confirmación de su figura mesiánica y como Hijo de Dios. Por lo tanto, no hablamos de una biografía histórica, sino de una construcción kerygmática desde la fe en la Resurrección (un hecho claramente inverificable, incluso dentro de esta tradición). Puente Ojea señala una contradicción entre esa consideración en el Evangelio de la figura de Jesús como mesiánica y la posterior justificación de su crucifixión como parte de un misterioso plan divino. Es lo que hay que calificar como la ambigüedad constitutiva del cristianismo como híbrido ideológico, se apropia de la esperanza tradicional de Israel, para dar cerrojazo e instaurar una economía de la salvación (una nueva alianza en la que la Iglesia se integra con vocación hegemónica de poder en el orden de dominación existente). Se trata de conciliar dos kerygmas contradictorios, el del Mesías Jesús y el de la Iglesia, por lo que basta con afirmar algo y, a la vez, lo contrario. Es una ambigüedad connatural al cristianismo, lo que le ha capacitado para adaptarse a todas las coyunturas históricas y explotarlas todo lo posible en beneficio de su dominación.
Michael Martin, en su concienzuda obra Alegato contra el cristianismo, dedicado un capítulo a la historicidad de Jesús; distingue en primer lugar entre un cristianismo ortodoxo, que admite obligatoriamos varias hipótesis sobre la existencia de Jesús al creer en su divinidad, y un cristianismo liberal, que niega la condición divina del profeta, pero que se muestra sorprendentemente acrítico con las contradicciones históricas y con las (muy) débiles fuentes al respecto. La historicidad de Jesús está fuertemente implantada en nuestra civilización, de tal manera que creyentes y no creyentes, cristianos y no cristianos, la dan prácticamente por sentada. Incluso, feroces críticos con el cristianismo, de gran prestigio, como Bertrand Russell o Nietzsche, parecían aceptar la existencia histórica de Jesús al valorar algunas de sus enseñanzas morales. Es muy legítimo preguntarse si un personaje es histórico o resulta un mito, y es lo que hacen, afortunadamente, algunos autores como Martin o Puente Ojea. Otro de los autores contemporáneos, tal vez el más respetado, que ha cuestionado la historicidad de Jesús es G.A. Wells; su opinión escéptica se basa, en gran medida, en las opiniones de teólogos y expertos en la Biblia, ya que se admite sutilmente la condición legendaria de las historias evangélicas y la muy parcial intención religiosa de sus autores. Así, la condición como fuente histórica de los evangelios son más que dudosas al estar plagados de situaciones contradictorias y de hechos sumamente improbables, si sus autores son obviamente tendenciosos (que, además, escribieron mucho después de la supuesta vida de Jesús) y si la reivindicación existente en ellos no está confirmada por otros autores más independientes. Además, otras fuentes históricas, de carácter bastante débil como es el caso de Flavio Josefo, son más que sospechosas de haber sufrido la manipulación posterior de autores cristianos; todo esto obliga a mostrarse muy escéptico sobre la historicidad de Jesús.
La mayoría de los creyentes ignora, o quiere ignorar, el gran salto que hay entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe, y es probablemente esa ignorancia la que ha salvado de momento a la Iglesia del colapso. Lo que atañe a la clase mediadora, al clero, es un misterio el grado de honestidad y/o de ignorancia que se encuentra detrás de sus creencias. Lo que es obvio es que la crítica racional queda a un lado en la religión revelada, por lo que su institucionalización y la generación de una clase mediadora solo conlleva intolerancia y fanatismo. Estamos hablando de la raíz misma del cristianismo, que se caracterizó por la hibridación y la ambigüedad ideológica, lo que explica su eficacia como institución de poder. Puente Ojea describe muy bien a la Iglesia como instancia hegemónica totalitaria sin, además, ninguna legitimación histórica. Es curioso que los sacerdotes y creyentes realicen una continua apelación a la tolerancia, cuando es su propia Iglesia la que es un obstáculo para una sociedad plural. Ha sido, y es, este poder eclesiástico una forma de estabilización social mediante la legitimación de la clases dominantes y también como red de instituciones que ha mantenido una doble relación con esas clases: de confirmación divina de todo tipo de dominación terrenal por parte de los poderes hegemónicos (la Iglesia es uno de ellos), y de control externo e interno de las formas de esos mismo poderes para lograr el consenso colectivo y la legitimación histórica e ideológica. Es esa paradójica doble relación estabilizadora la que ha mantenido la ilusión de que el cristianismo pueda representar una posibilidad de emancipación para explotados y oprimidos. Sin embargo, una elemental información histórica nos hace comprobar que ha ocurrido exactamente lo contrario, coherentemente con el desarrollo del poder eclesiástico y con las bases doctrinales.
La función de la Iglesia parece haber sido mantener la manipulación y la dominación, aunque paralelamente difunda de forma retórica un incongruente deseo de reforma social. Los rasgos benéficos y paternales que se aducen habitualmente para justificar la institución eclesiástica no suponen ningún cambio real, solo aseguran la buena conciencia de sus miembros y siguen perpetuando esa ilusión de una posible reforma social que le otorgue un mínimo crédito. A pesar de que los tiempos han cambiado mucho desde que se realizó el primer análisis de este tipo, la religión sigue funcionando como un perfecto instrumento de control social, por lo que la clase dirigente (creyente o no) continúa utilizándolo. Conviene recordar la clásica frase "la religión es el opio del pueblo", entendida como consuelo ante los infortunios de la existencia, y también la de Lacan, "la religión es el alivio a costa del juicio". Existirán ciertos mecanismos sicológicos que conducen al individuo a la fabulación, pero lo que resulta intolerable es que instituciones de poder sigan negociando con esas debilidades inherentes a la existencia humana manteniendo toda una red con múltiples formas de coerción individual y colectiva sobre las conciencias y las conductas.
Nos hemos ocupado en el texto de hoy, sobre todo, de la historicidad de Jesús y de su salto a lo que la religión conoce como Cristo. Nos parece más que lógica una posición escéptica sobre ello, de tal manera que se rechace incluso una concepción liberal del cristianismo que lo considere un gran profeta; lo que sí parece incuestionable es la existencia de una fractura insalvable entre el Jesús de la historia y el Cristo de la fe. No obstante, como las autores mencionados no han logrado una aceptación amplia, para futuros textos repasaremos lo pernicioso o no del cristianismo sin cuestionar necesariamente la existencia histórica de Jesús; como nuestra civilización está impregnada de los dogmas judeocristianos, nos vemos obligados a ello si creemos en el librepensamiento y en el progreso.