La
religión, aunque haya resultado útil en los albores de los tiempos (que
tampoco aseguramos que lo haya sido), ha supuesto una distorsión de la
razón que impregna toda nuestra cultura. Tantas veces, ha pretendido
apropiarse de una concepción de la razón que deja a un lado la ciencia,
la cual solo puede convalidar una y otra vez la ausencia de cualquier
realidad trascendente y negar la posibilidad de que existe agún elemento
sobrenatural (o no-material) que controle o condicione los
acontecimientos. El físico Victor J. Stenger señala algo lógico, que
existe una mayoría de personas con formación científica que no tiene ya
creencias sobrenaturales, aunque muchos de ellos se declaren agnósticos.
Stenger, como es sabido, es otro ateo combativo y reclama una mayor
atención a los datos empíricos para mostrarse más firmes frente a los
reiterados ataques de los religiosos. De hecho, si el agnosticismo
pretende simplemente no ser categórico y dejar la "carga de la prueba"
en los que afirman, eso no debe apartar de "la noble tarea de sacar del
error a quienes carecen de instrumentos del saber, pues en los
contenidos de la fe religiosa hay elementos falsables que deben ser
públicamente falsados en virtud de la información científica pertinente"
(reproducido de La religión, ¡vaya timo!, de Gonzalo Puente Ojea).
Entre los argumentos clásicos de los religiosos, está aquel del teólogo William Paley, en 1902, en el que describe un reloj estampado contra un matorral y acaba concluyendo que el creador del apartado tiene que ser un artífice y no un objeto natural; dentro de la misma argumentación, menciona el ojo humano y otros órganos como ejemplos de lo que vendría a ser la genialidad de Dios. Una variante más moderna de este argumento es el que señala lo ridículo que sería pensar que un huracán afecta a un basurero de chatarra hasta tal punto que acaba montándose un Boeing 747. Sin embargo, es solo aparentemente ridículo si nos interrogamos acerca de la causa de algo infinitamente más complejo: lo que ellos denominan Dios. Por supuesto, una respuesta racional a cómo se formó algo tan complicado como la vida, ya hace más de siglo y medio que fue imaginada. La selección natural ha hecho que la metáfora del reloj fuera un juego de niños y así lo hace ver Richard Dawkins en El relojero ciego (1986), en el que afirma que el argumento de la improbabilidad utilizado habitualmente por los teístas se acaba volviendo contra ellos al no comprender la relevancia de la selección natural. Ésta, parece de momento la única solución conocida a los interrogantes sobre la vida y resulta intolerable las arremetidas reaccionarias de la religión.
A propósito del hecho de que los teístas consideran que Dios supone obtener algo de la nada, Dawkins concluye que ese argumento de la improbabilidad que rechaza al azar trae nuevas complicaciones igualmente improbables; según este autor, un profundo conocimiento del darwinismo nos tiene que hacer más prudentes a la facilona suposición de que la única alternativa al azar es el diseño y nos enseña que existen "graduales rampas de complejidad lentamente ascendentes". El filósofo David Hume, anterior a Darwin, ya señaló que la improbabilidad de la vida no nos lleva necesariamente a la teoría del diseño, aunque haya resultado difícil para la humanidad encontrar una alternativa durante tanto tiempo. A partir de Darwin, al menos, se debería haber estimulado la conciencia de todo ser humano para escapar a la infantil idea del diseño inteligente. Dawkins recuerda que la selección natural "es un proceso acumulativo que rompe el problema de la improbabilidad en pequeñas piezas", cada uno de las cuales no es necesariamente improbable; es la acumulación de grandes cantidades de esos eventos la que da lugar a productos bastante improbables, lo suficiente para estar lejos del alcance del azar. El argumento del creacionista se viene abajo si comprende algo tan sencillo.
Científicos como Dawkins y Spenger señalan lo obvio, que no puede utilizarse un Dios diseñador para explicar la complejidad organizada, ya que eso conduce a que ese ser fuera igualmente complejo para demandar alguna explicación sobre su existencia. Como se decía al principio de este texto, no hay razones para creer que existe algo más allá de la realidad material; ninguna fuerza síquica, ni dato o teoría cognitivos requieren en la actualidad de la introducción de fuerzas sobrenaturales como lo que tradicionalmente se ha dado en llamar espíritu. La misma concepción de energía, tan mencionada por seudociencias y toda clase de pretensiones paranormales, es en física una propiedad de la materia. Stenger señala que junto al término energía o fuerza vital, se habla ahora de la existencia de un campo bioenergético entre toda suerte de practicantes alternativos, los cuales aseguran efectuar curas de enfermedades manipulando ese campo y equilibrando, así, las energías vitales del cuerpo; Stenger recuerda que el término bioenergético así empleado es, cuanto menos, ambiguo, ya que en bioquímica convencional se refiere a "intercambios de energía listos para su medición dentro de los organismos, y entre ellos y su entorno, lo cual ocurre mediante procesos físicos y químicos". Por supuesto, no es esa explicación la que dan los terapeutas alternativos, ya que aluden a una fuerza vital que opera más allá de la física y la química, que es por supuesto "reduccionista", y se eleva hasta el plano más alto del espíritu. Los nuevos vitalistas, tal y como los denomina Stenger, no son capaces de especificar qué es el campo bioenergético con exactitud, confundiéndolo con el campo electromagnético clásico o, por otro lado, con campos cuánticos o con funciones de onda; en última instancia, la confusión es con algo espiritual y se apela a lo extraño, lo fantástico y lo misterioso. Es habitual entre las terapias alternativas de último cuño la utilización de la mecánica cuántica, como algo misterioso, y por lo tanto cualquier cosa misteriosa acaba siendo mecánico-cuántica. Por supuesto, estamos hablando de otro versión del sobrenaturalismo y del animismo religioso, como señala Puente Ojea, en la que se pretende que la mecánica cuántica sea el soporte de la percepción extrasensorial y de la idea de influencia de la mente sobre la materia. Algo ya muy viejo y, en nuestra opinión, muy nocivo.
Entre los argumentos clásicos de los religiosos, está aquel del teólogo William Paley, en 1902, en el que describe un reloj estampado contra un matorral y acaba concluyendo que el creador del apartado tiene que ser un artífice y no un objeto natural; dentro de la misma argumentación, menciona el ojo humano y otros órganos como ejemplos de lo que vendría a ser la genialidad de Dios. Una variante más moderna de este argumento es el que señala lo ridículo que sería pensar que un huracán afecta a un basurero de chatarra hasta tal punto que acaba montándose un Boeing 747. Sin embargo, es solo aparentemente ridículo si nos interrogamos acerca de la causa de algo infinitamente más complejo: lo que ellos denominan Dios. Por supuesto, una respuesta racional a cómo se formó algo tan complicado como la vida, ya hace más de siglo y medio que fue imaginada. La selección natural ha hecho que la metáfora del reloj fuera un juego de niños y así lo hace ver Richard Dawkins en El relojero ciego (1986), en el que afirma que el argumento de la improbabilidad utilizado habitualmente por los teístas se acaba volviendo contra ellos al no comprender la relevancia de la selección natural. Ésta, parece de momento la única solución conocida a los interrogantes sobre la vida y resulta intolerable las arremetidas reaccionarias de la religión.
A propósito del hecho de que los teístas consideran que Dios supone obtener algo de la nada, Dawkins concluye que ese argumento de la improbabilidad que rechaza al azar trae nuevas complicaciones igualmente improbables; según este autor, un profundo conocimiento del darwinismo nos tiene que hacer más prudentes a la facilona suposición de que la única alternativa al azar es el diseño y nos enseña que existen "graduales rampas de complejidad lentamente ascendentes". El filósofo David Hume, anterior a Darwin, ya señaló que la improbabilidad de la vida no nos lleva necesariamente a la teoría del diseño, aunque haya resultado difícil para la humanidad encontrar una alternativa durante tanto tiempo. A partir de Darwin, al menos, se debería haber estimulado la conciencia de todo ser humano para escapar a la infantil idea del diseño inteligente. Dawkins recuerda que la selección natural "es un proceso acumulativo que rompe el problema de la improbabilidad en pequeñas piezas", cada uno de las cuales no es necesariamente improbable; es la acumulación de grandes cantidades de esos eventos la que da lugar a productos bastante improbables, lo suficiente para estar lejos del alcance del azar. El argumento del creacionista se viene abajo si comprende algo tan sencillo.
Científicos como Dawkins y Spenger señalan lo obvio, que no puede utilizarse un Dios diseñador para explicar la complejidad organizada, ya que eso conduce a que ese ser fuera igualmente complejo para demandar alguna explicación sobre su existencia. Como se decía al principio de este texto, no hay razones para creer que existe algo más allá de la realidad material; ninguna fuerza síquica, ni dato o teoría cognitivos requieren en la actualidad de la introducción de fuerzas sobrenaturales como lo que tradicionalmente se ha dado en llamar espíritu. La misma concepción de energía, tan mencionada por seudociencias y toda clase de pretensiones paranormales, es en física una propiedad de la materia. Stenger señala que junto al término energía o fuerza vital, se habla ahora de la existencia de un campo bioenergético entre toda suerte de practicantes alternativos, los cuales aseguran efectuar curas de enfermedades manipulando ese campo y equilibrando, así, las energías vitales del cuerpo; Stenger recuerda que el término bioenergético así empleado es, cuanto menos, ambiguo, ya que en bioquímica convencional se refiere a "intercambios de energía listos para su medición dentro de los organismos, y entre ellos y su entorno, lo cual ocurre mediante procesos físicos y químicos". Por supuesto, no es esa explicación la que dan los terapeutas alternativos, ya que aluden a una fuerza vital que opera más allá de la física y la química, que es por supuesto "reduccionista", y se eleva hasta el plano más alto del espíritu. Los nuevos vitalistas, tal y como los denomina Stenger, no son capaces de especificar qué es el campo bioenergético con exactitud, confundiéndolo con el campo electromagnético clásico o, por otro lado, con campos cuánticos o con funciones de onda; en última instancia, la confusión es con algo espiritual y se apela a lo extraño, lo fantástico y lo misterioso. Es habitual entre las terapias alternativas de último cuño la utilización de la mecánica cuántica, como algo misterioso, y por lo tanto cualquier cosa misteriosa acaba siendo mecánico-cuántica. Por supuesto, estamos hablando de otro versión del sobrenaturalismo y del animismo religioso, como señala Puente Ojea, en la que se pretende que la mecánica cuántica sea el soporte de la percepción extrasensorial y de la idea de influencia de la mente sobre la materia. Algo ya muy viejo y, en nuestra opinión, muy nocivo.
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