No
hace tanto que la religión se consideraba un proceso casi natural en el
pensamiento humano. Muchos autores han mencionado el pasaje de Marx en
el que habla de la religión como consuelo de los oprimidos, "el opio
del pueblo"; se trata de un texto muy citado, pero tal vez no lo
suficientemente entendido: son los males del mundo terrenal los que
provocan que las personas busquen consuelo en creencias metafísicas.
No obstante, a pesar de que puede decirse que la falta de certeza, los miedos y las angustias forman parte de la condición humana, esa función de consuelo ejercida por la religión es muy diferenciable del deseo por conocer el mundo propio del saber científico. Podemos utilizar como antídoto, frente a las grandes verdades e ideas inmutables presentes en las religiones, una forma extrema de pensamiento crítico, el permanente anhelo de hacerse preguntas en aras de mejorar cualquier ámbito humano. La religión volvió con inusitada fuerza ya a finales del siglo XX, pero a principios del XXI el debate sobre el ateísmo está a la orden del día y resulta más importante que nunca para una sociedad laica y con plena libertad de conciencia. Como afirmaba recientemente Fernando Savater, la cuestión no es ya qué religión es la verdadera, el auténtico debate debe tratar sobre si la religión es o no perniciosa.
El temor de algunos filósofos ateos, como es el caso de André Comte-Sponville, a renunciar a los valores fundados en la religión, que puede verse reflejado en la famosa frase atribuida a Dostoievski "Si Dios no existe, todo está permitido", resulta en mi opinión, no solo cuestionable, sino abiertamente falaz. Savater ha recordado que esa recurrente máxima, no solo no demuestra la veracidad de creencia alguna, sino que más bien constata una urgencia que debe invitarnos a la duda. Puede decirse con rigor que es el librepensamiento, la renuncia a la influencia religiosa, plagada de ideas fijas y de creencias sobrenaturales, lo que ha supuesto unas mayores posibilidades para la ética, para la mejora de la vida social e individual. En cualquier caso, es lo más seguro que el ateo considere que aquello que no existe no puede morir; una moral legitimada artificiosamente en lo religioso puede perfectamente, no solo sobrevivir sin ese apoyo, sino también validar su adecuación al bienestar de la humanidad y ayudar a la evolución y al desarrollo. Recordemos la visión de otro autor contemporáneo, como es John Leslie Mackie, cuando afirma que la visión religiosa subordina siempre los asuntos morales, y humanos en general, a cuestiones más trascendentes; en el cristianismo, es el caso de la aceptación de la condición pecaminosa del ser humano para aceptar luego su salvación.
Tratando de eludir el maniqueísmo, y aceptando que la ausencia de creencias no es garante a priori de nada, hay que recordar siempre la ambigüedad de la moralidad promovida por la religión y, frente a ella, la existencia de una tradición humanista, preocupada por los problemas sociales, defensora de la honestidad intelectual y de la tolerancia, así como impulsora de la libre investigación. Desde un enfoque naturalista puede entenderse mejor la moralidad, y los asuntos humanos en general, con sus concesiones y con sus ajustes. El fundamentalismo es sin duda la última salida del pensamiento religioso, por lo que advertirá interesadamente sobre el peligro nihilista que supone el ateísmo; no obstante, lo que muere son viejos valores, mientras que otros nuevos y posiblemente más fortalecidos pueden germinar. Desde ese punto de vista, podemos dar la razón a otro filósofo ateo, Michel Onfray, cuando considera que es el ateísmo el que puede solventar el nihilismo constituyéndose en garante de esos valores innovados. Hay que eludir el simplismo, en el que es inevitable caer cuando se considera que uno porta la razón absoluta, y ser tantas veces cauto con los diversos caminos que adopta el conocimiento y la creencia, ya que el pensamiento religioso perdura incluso en personas cultas y racionalistas. Es posible también compartir las ideas de Onfray cuando afirmar la necesidad de dar un horizonte amplio a la razón y cuando afirma que cada ser humano debería llegar a una fase de madurez y ser consciente de sus capacidades intelectuales, críticas y políticas. Es algo que ya estaba en la obra de Kant, pero Onfray critica al filósofo alemán la protección que acaba realizando del mundo religioso poniéndolo en última instancia a salvo de la razón; a pesar de la radicalización de algunas posturas en el siglo XIX, considera que en el XX se acabaría consolidando esa separación perniciosa entre razón y fe.
En cualquier caso, revisando la rica constelación de autores ateos que proliferan en los últimos tiempos, no hay opiniones únicas ni inamovibles, como resulta lógico y tremendamente saludable para el pensamiento. Existe quien muestra su fidelidad a ciertos valores religiosos a pesar de su no creencia y, en el otro extremo, están los que consideran el pensamiento religioso como una gran distorsión histórica de la razón y la moral. Con seguridad es posible simpatizar más con los que observan la moral atea como una evolución, un permanente intento de perfección histórica, apoyada en alguna medida en creencias ya superadas. Tal vez se hayan ido apartando los valores religiosos, pero una concepción absoluta sobre lo correcto y lo incorrecto parece impregnar nuestra herencia cultural y acaba justificando el poder de unos seres humanos sobre otros. Esta crítica resulta, lo asumimos, controvertida, ya que adelantamos las acusaciones sobre la legitimación de una posible moral arbitraria y relativista; la verdadera cuestión es que los principios morales parecen defenderse mejor, no desde el absolutismo y la trascendencia, sino desde perspectivas plenamente humanas. Podemos contemplar la historia como una tensión permanente entre fe y razón, según la cual algunas personas tuvieron el suficiente carácter y la valentía para hacer valer sus convicciones personales, a nivel moral o científico, enfrentadas siempre a lo religioso instituido. Tenemos que agradecer, al menos, a la modernidad la secularización del pensamiento, es decir, la posibilidad de desprenderse de lo sagrado para poder seguir avanzando.
Tal vez no debería hablarse, necesariamente, de distorsión o fraude histórico en el nacimiento de la religiones, ya que afirmar tal cosa excede la capacidad humana; lo que sí es plausible es que, si el pensamiento religioso pudo hacer en determinado momento de motor histórico, la desacralización iniciada en la modernidad es igualmente necesaria en aras del progreso. La confianza en los valores ilustrados y en el progreso, tan criticada por aquellos que dan a la modernidad por periclitada, no puede hacernos caer en una nueva fe ciega. Así, el ateísmo puede y debe insertarse en los valores antiautoritarios que, además del religioso, critican el poder político y económico. Es una obviedad intelectual recordar que los valores vinculados a la religión acaban, más tarde o más temprano, siendo obsoletos; lo mismo ocurre con los asociados a otros conceptos que constriñen el pensamiento como es el caso del nacionalismo o del patriotismo. No podemos por menos que, una vez más, recordar a un autor tan brillante como Bertrand Russell cuando recordaba que los peligros para el librepensamiento no se limitaban al mundo religioso.
No obstante, a pesar de que puede decirse que la falta de certeza, los miedos y las angustias forman parte de la condición humana, esa función de consuelo ejercida por la religión es muy diferenciable del deseo por conocer el mundo propio del saber científico. Podemos utilizar como antídoto, frente a las grandes verdades e ideas inmutables presentes en las religiones, una forma extrema de pensamiento crítico, el permanente anhelo de hacerse preguntas en aras de mejorar cualquier ámbito humano. La religión volvió con inusitada fuerza ya a finales del siglo XX, pero a principios del XXI el debate sobre el ateísmo está a la orden del día y resulta más importante que nunca para una sociedad laica y con plena libertad de conciencia. Como afirmaba recientemente Fernando Savater, la cuestión no es ya qué religión es la verdadera, el auténtico debate debe tratar sobre si la religión es o no perniciosa.
El temor de algunos filósofos ateos, como es el caso de André Comte-Sponville, a renunciar a los valores fundados en la religión, que puede verse reflejado en la famosa frase atribuida a Dostoievski "Si Dios no existe, todo está permitido", resulta en mi opinión, no solo cuestionable, sino abiertamente falaz. Savater ha recordado que esa recurrente máxima, no solo no demuestra la veracidad de creencia alguna, sino que más bien constata una urgencia que debe invitarnos a la duda. Puede decirse con rigor que es el librepensamiento, la renuncia a la influencia religiosa, plagada de ideas fijas y de creencias sobrenaturales, lo que ha supuesto unas mayores posibilidades para la ética, para la mejora de la vida social e individual. En cualquier caso, es lo más seguro que el ateo considere que aquello que no existe no puede morir; una moral legitimada artificiosamente en lo religioso puede perfectamente, no solo sobrevivir sin ese apoyo, sino también validar su adecuación al bienestar de la humanidad y ayudar a la evolución y al desarrollo. Recordemos la visión de otro autor contemporáneo, como es John Leslie Mackie, cuando afirma que la visión religiosa subordina siempre los asuntos morales, y humanos en general, a cuestiones más trascendentes; en el cristianismo, es el caso de la aceptación de la condición pecaminosa del ser humano para aceptar luego su salvación.
Tratando de eludir el maniqueísmo, y aceptando que la ausencia de creencias no es garante a priori de nada, hay que recordar siempre la ambigüedad de la moralidad promovida por la religión y, frente a ella, la existencia de una tradición humanista, preocupada por los problemas sociales, defensora de la honestidad intelectual y de la tolerancia, así como impulsora de la libre investigación. Desde un enfoque naturalista puede entenderse mejor la moralidad, y los asuntos humanos en general, con sus concesiones y con sus ajustes. El fundamentalismo es sin duda la última salida del pensamiento religioso, por lo que advertirá interesadamente sobre el peligro nihilista que supone el ateísmo; no obstante, lo que muere son viejos valores, mientras que otros nuevos y posiblemente más fortalecidos pueden germinar. Desde ese punto de vista, podemos dar la razón a otro filósofo ateo, Michel Onfray, cuando considera que es el ateísmo el que puede solventar el nihilismo constituyéndose en garante de esos valores innovados. Hay que eludir el simplismo, en el que es inevitable caer cuando se considera que uno porta la razón absoluta, y ser tantas veces cauto con los diversos caminos que adopta el conocimiento y la creencia, ya que el pensamiento religioso perdura incluso en personas cultas y racionalistas. Es posible también compartir las ideas de Onfray cuando afirmar la necesidad de dar un horizonte amplio a la razón y cuando afirma que cada ser humano debería llegar a una fase de madurez y ser consciente de sus capacidades intelectuales, críticas y políticas. Es algo que ya estaba en la obra de Kant, pero Onfray critica al filósofo alemán la protección que acaba realizando del mundo religioso poniéndolo en última instancia a salvo de la razón; a pesar de la radicalización de algunas posturas en el siglo XIX, considera que en el XX se acabaría consolidando esa separación perniciosa entre razón y fe.
En cualquier caso, revisando la rica constelación de autores ateos que proliferan en los últimos tiempos, no hay opiniones únicas ni inamovibles, como resulta lógico y tremendamente saludable para el pensamiento. Existe quien muestra su fidelidad a ciertos valores religiosos a pesar de su no creencia y, en el otro extremo, están los que consideran el pensamiento religioso como una gran distorsión histórica de la razón y la moral. Con seguridad es posible simpatizar más con los que observan la moral atea como una evolución, un permanente intento de perfección histórica, apoyada en alguna medida en creencias ya superadas. Tal vez se hayan ido apartando los valores religiosos, pero una concepción absoluta sobre lo correcto y lo incorrecto parece impregnar nuestra herencia cultural y acaba justificando el poder de unos seres humanos sobre otros. Esta crítica resulta, lo asumimos, controvertida, ya que adelantamos las acusaciones sobre la legitimación de una posible moral arbitraria y relativista; la verdadera cuestión es que los principios morales parecen defenderse mejor, no desde el absolutismo y la trascendencia, sino desde perspectivas plenamente humanas. Podemos contemplar la historia como una tensión permanente entre fe y razón, según la cual algunas personas tuvieron el suficiente carácter y la valentía para hacer valer sus convicciones personales, a nivel moral o científico, enfrentadas siempre a lo religioso instituido. Tenemos que agradecer, al menos, a la modernidad la secularización del pensamiento, es decir, la posibilidad de desprenderse de lo sagrado para poder seguir avanzando.
Tal vez no debería hablarse, necesariamente, de distorsión o fraude histórico en el nacimiento de la religiones, ya que afirmar tal cosa excede la capacidad humana; lo que sí es plausible es que, si el pensamiento religioso pudo hacer en determinado momento de motor histórico, la desacralización iniciada en la modernidad es igualmente necesaria en aras del progreso. La confianza en los valores ilustrados y en el progreso, tan criticada por aquellos que dan a la modernidad por periclitada, no puede hacernos caer en una nueva fe ciega. Así, el ateísmo puede y debe insertarse en los valores antiautoritarios que, además del religioso, critican el poder político y económico. Es una obviedad intelectual recordar que los valores vinculados a la religión acaban, más tarde o más temprano, siendo obsoletos; lo mismo ocurre con los asociados a otros conceptos que constriñen el pensamiento como es el caso del nacionalismo o del patriotismo. No podemos por menos que, una vez más, recordar a un autor tan brillante como Bertrand Russell cuando recordaba que los peligros para el librepensamiento no se limitaban al mundo religioso.
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