Desde comienzos del siglo XX, los estudios sobre la correlación entre inteligencia y religiosidad se suceden. Las conclusiones a día de hoy parecen ser que las personas más inteligentes acaban apartando definitivamente la religión y la idea de Dios (o de dioses).
En cualquier caso, para que se comprenda bien, y nadie se ofenda a las primeras de cambio, diremos que no es una cuestión simple en la que tengamos que ver a listos y tontos. Inteligencia es un concepto amplio, y normalmente lo reducimos con insultante torpeza; podemos decir, grosso modo, que aludimos más a la capacidad intelectual de alguien (conocimiento, capacidad de comprensión, uso de la razón para resolver problemas…), que resulta perfectamente producto, en gran medida, de la educación y el adiestramiento (en mi opinión, no tanto de condiciones innatas). Por supuesto, la inteligencia tiene muchas lecturas, en diferentes ámbitos de la vida, lo mismo que va unida a una determinada actitud personal, que a menudo encuentra muchos obstáculos para hacer que evolucionemos y sigamos expandiendo nuestro horizonte intelectual. Entre esos obstáculos, puede que se encuentre la fe religiosa, aunque sea perfectamente comprensible que tantos seres humanos acudan a ella en el mundo; personas acorraladas por la necesidad física y, como consecuencia, espiritual.
También aclararemos que la religión, seguramente, también ha cumplido su función histórica ayudando a mantenerse cohesionadas las antiguas y tradicionales sociedades. El caso es que ahora estemos en el siglo XXI y hay que dilucidar qué es lo que nos hace progresar, por supuesto, sin lectura lineal de la historia, ya que si eso fuera así sencillamente la religión hubiera desaparecido hace al menos un par de siglos. Uno de los trabajos recientes, que recopila todos los estudios sobre el tema, es el publicado en Personality and Social Psychology Review. Las conclusiones son que la correlación, entre inteligencia y religiosidad, es negativa: la medición de la variable que representa la primera es mayor, mientras que la de la segunda es menor. Al parecer, la metodología empleada deja muy poco margen para el azar; sí es reseñable, como ya insinuamos al principio, que no existe una rígida ley de causalidad, ya que existen otros factores que empujan a la fe religiosa. Entre los mismos, además de cierta necesidad "espiritual" por circunstancias precarias, puede estar la educación ortodoxa y autoritaria. Otra relación muy interesante es entre la religión y el dogmatismo, que inevitablemente van unidos en la historia (aunque se sostenga algunas veces que no, por intereses diversos), además de a una obvia ideología conservadora.
A mediados del siglo XX, ya hubo otro investigador, Michael Argyle (Universidad de Oxford), que hizo esa misma labor de recopilación y concluyó de la siguiente manera: “los estudiantes inteligentes tienden a aceptar menos las creencias ortodoxas y tienen una menor probabilidad de tener actitudes proreligiosas”. El estudio reciente es una revisión y ampliación del trabajo de Argyle; la mayor parte de los estudios recopilados mostró que la inteligencia analítica está correlacionada negativamente con la religiosidad. La inteligencia analítica, considerando que existen diversos tipos de inteligencia, sin que ser bueno en una suponga serlo en otra, está relacionada con la capacidad de separar problemas y encontrar soluciones no evidentes. Las conclusiones de este estudio, no dogmáticas ni definitivas, como no debe serlo nunca la metodología científica, tiene varias vertientes: la relación de la personas inteligentes con el inconformismo (no aceptación del dogma); su tendencia a un pensamiento analítico (opuesto al intuitivo), que anula las creencias religiosas, y la sustitución de las funciones religiosas por la propia inteligencia.
Entre esas funciones está: el control compensatorio, que supone la necesidad de pensar que el mundo puede ser caótico, imprevisible y terrorífico (la religión, obviamente, alude a una fuerza suprema que asegure el orden; la inteligencia lo sustituye por el conocimiento y las leyes naturales); la autorregulación (la creencia religiosa necesita de una instancia externa que asegure el bien y el mal, el premio y el castigo; la inteligencia se relaciona más con el autocontrol o capacidad para realizar la mejor elección sin coacción externa); la autosuperación (si en una es la creencia religiosa la que supuestamente asegura que la persona se sienta realizada, en la otra la inteligencia es la que cumple esa función), por último, el apego seguro (la religión da la sensación de cohesión social, mientras que la inteligencia es un nexo más seguro en los vínculos personales y sociales). Como dijimos, no veamos estos estudios de manera absoluta, ni simplista, la conclusión es que es muy posible que las personas inteligentes abandonen la religión, aunque es necesario entender siempre que existen otros factores para seguir teniendo creencias y, además, la inteligencia es un concepto amplio y con muchas lecturas.
En cualquier caso, para que se comprenda bien, y nadie se ofenda a las primeras de cambio, diremos que no es una cuestión simple en la que tengamos que ver a listos y tontos. Inteligencia es un concepto amplio, y normalmente lo reducimos con insultante torpeza; podemos decir, grosso modo, que aludimos más a la capacidad intelectual de alguien (conocimiento, capacidad de comprensión, uso de la razón para resolver problemas…), que resulta perfectamente producto, en gran medida, de la educación y el adiestramiento (en mi opinión, no tanto de condiciones innatas). Por supuesto, la inteligencia tiene muchas lecturas, en diferentes ámbitos de la vida, lo mismo que va unida a una determinada actitud personal, que a menudo encuentra muchos obstáculos para hacer que evolucionemos y sigamos expandiendo nuestro horizonte intelectual. Entre esos obstáculos, puede que se encuentre la fe religiosa, aunque sea perfectamente comprensible que tantos seres humanos acudan a ella en el mundo; personas acorraladas por la necesidad física y, como consecuencia, espiritual.
También aclararemos que la religión, seguramente, también ha cumplido su función histórica ayudando a mantenerse cohesionadas las antiguas y tradicionales sociedades. El caso es que ahora estemos en el siglo XXI y hay que dilucidar qué es lo que nos hace progresar, por supuesto, sin lectura lineal de la historia, ya que si eso fuera así sencillamente la religión hubiera desaparecido hace al menos un par de siglos. Uno de los trabajos recientes, que recopila todos los estudios sobre el tema, es el publicado en Personality and Social Psychology Review. Las conclusiones son que la correlación, entre inteligencia y religiosidad, es negativa: la medición de la variable que representa la primera es mayor, mientras que la de la segunda es menor. Al parecer, la metodología empleada deja muy poco margen para el azar; sí es reseñable, como ya insinuamos al principio, que no existe una rígida ley de causalidad, ya que existen otros factores que empujan a la fe religiosa. Entre los mismos, además de cierta necesidad "espiritual" por circunstancias precarias, puede estar la educación ortodoxa y autoritaria. Otra relación muy interesante es entre la religión y el dogmatismo, que inevitablemente van unidos en la historia (aunque se sostenga algunas veces que no, por intereses diversos), además de a una obvia ideología conservadora.
A mediados del siglo XX, ya hubo otro investigador, Michael Argyle (Universidad de Oxford), que hizo esa misma labor de recopilación y concluyó de la siguiente manera: “los estudiantes inteligentes tienden a aceptar menos las creencias ortodoxas y tienen una menor probabilidad de tener actitudes proreligiosas”. El estudio reciente es una revisión y ampliación del trabajo de Argyle; la mayor parte de los estudios recopilados mostró que la inteligencia analítica está correlacionada negativamente con la religiosidad. La inteligencia analítica, considerando que existen diversos tipos de inteligencia, sin que ser bueno en una suponga serlo en otra, está relacionada con la capacidad de separar problemas y encontrar soluciones no evidentes. Las conclusiones de este estudio, no dogmáticas ni definitivas, como no debe serlo nunca la metodología científica, tiene varias vertientes: la relación de la personas inteligentes con el inconformismo (no aceptación del dogma); su tendencia a un pensamiento analítico (opuesto al intuitivo), que anula las creencias religiosas, y la sustitución de las funciones religiosas por la propia inteligencia.
Entre esas funciones está: el control compensatorio, que supone la necesidad de pensar que el mundo puede ser caótico, imprevisible y terrorífico (la religión, obviamente, alude a una fuerza suprema que asegure el orden; la inteligencia lo sustituye por el conocimiento y las leyes naturales); la autorregulación (la creencia religiosa necesita de una instancia externa que asegure el bien y el mal, el premio y el castigo; la inteligencia se relaciona más con el autocontrol o capacidad para realizar la mejor elección sin coacción externa); la autosuperación (si en una es la creencia religiosa la que supuestamente asegura que la persona se sienta realizada, en la otra la inteligencia es la que cumple esa función), por último, el apego seguro (la religión da la sensación de cohesión social, mientras que la inteligencia es un nexo más seguro en los vínculos personales y sociales). Como dijimos, no veamos estos estudios de manera absoluta, ni simplista, la conclusión es que es muy posible que las personas inteligentes abandonen la religión, aunque es necesario entender siempre que existen otros factores para seguir teniendo creencias y, además, la inteligencia es un concepto amplio y con muchas lecturas.
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