Diversos estudios, como los del sociólogo Phil Zuckerman, establecen
una relación entre el progreso de una sociedad y su tendencia a la
irreligiosidad o el ateísmo. Es decir, en aquellas comunidades donde
existe una aceptable distribución de alimentos, una sanidad pública
aceptable y un acceso a una vivienda digna la religiosidad disminuye.
Por el contrario, donde se dan las carencias más elementales, como en
países africanos, del Sudeste Asiático o de Sudamérica, no hay apenas
ateos y las personas se refugian en la religión. Recordemos el texto de
Marx, que alude a la religión como "el alivio de los afligidos"; con
algunas excepciones, la evidencia nos dice que, efectivamente, hay una
correlación elevada entre altos niveles de inseguridad, individual o
colectiva, y una alta tasa de descreimiento. Por supuesto, nos
adelantamos a las críticas y recordamos los regímenes totalitarios en
los que se han prohibido las creencias religiosas, y caracterizados
también por el fracaso económico y la falta de libertades. En estos
sistemas, por supuesto, hay que poner en cuestión las estadísticas de
ateos, marcadas por unas intolerables prohibición y represión. Por el
contrario, existe también teocracias en los que, obviamente, las
personas no son tampoco libres para pensar lo que deseen. Cuando
hablamos de ateísmo y creencia religiosa, realizamos el análisis de por
qué la gente adopta una u otra postura en un contexto con unas dosis
aceptables de libertad de conciencia.
Aceptando esto, los listados de países en Informes sobre Desarrollo Humano, midiendo factores como la salud social, la esperanza de vida, la alfabetización o los logros educativos, suelen estar encabezados por países como un ateísmo que podemos denominar "orgánico", no impuesto, como es el caso de algunas naciones de Escandinavia, Australia, Canadá o Países Bajos. Por el contrario, si observamos la cola de estas listas observaremos países en los que las tasas de ateísmo no son significativas. Si en estos Informes atendemos a otros factores, dejando a un lado los índices de suicidio (que en su mayor número, a veces, todo hay que decirlo, apuntan a países bastante desarrollados), como la mortandad infantil, la pobreza, la igualdad e incluso el crimen, encontramos también que los países más deprimidos en estos aspectos suelen ser también religiosos. Ojo, esta correlación, que parece evidente, entre la sociedades más saludables y las tasas de descreimiento no suponen, necesariamente, que el ateísmo produzca felicidad social (o a la inversa). No obstante, es posible que el viejo Marx tuviera algo de razón en este aspecto: los males materiales del mundo conducen a que la gente se refugie en creencias metafísicas de lo más peculiares.
No podemos ser reduccionistas, y muchos ateos y supuestos librepensadores lo somos a menudo, estableciendo una correlación entre progreso y reducción de la religiosidad. Al igual que en otras concepciones, es complicado establecer una visión lineal al respecto, desconocemos si crece el ateísmo de esa forma o si algún día desaparecerá definitivamente la religión. Máxime, cuando en los países más deprimidos, obviamente religiosos, existen unos altos índices de natalidad. Lo que sí es cierto es que bien entrado el siglo XXI hay más ateos que nunca, al menos que puedan expresarse con cierto grado de libertad. No obstante, las cifras de creyentes tradicionales son también más elevadas que nunca, e incluso con posibilidades de ser un porcentaje creciente dadas las circunstancias. Un contexto complejo, difícil de analizar, en un mundo con demasiados problemas. En los inicios de la Modernidad, muchos creían que la religión sería definitivamente apartada, algo que iba indiscutiblemente unido a una concepción del progreso excesivamente lineal. La pervivencia de la fe religiosa a día de hoy la quieren explicar algunos por creer que la creencia en Dios está biológicamente determinada (a un nivel genético o, tal vez, cerebral). Dicho de otro modo, puede decirse que los que somos ateos no seríamos personas "sanas", en el caso de que la creencia religiosa estuviera implantada en nuestro organismo. Si pensamos que creer en Dios es algo innato, entonces los ateos sencillamente carecemos de algo implantada en nuestra "naturaleza". Frente a estas visiones defensoras del teísmo, la evidencia nos dice, cada vez con mayor fuerza, que estamos más determinados por cuestiones sociales, ambientales o geográficas, que por nuestra biología. Sencillamente, esas teorías obvian las estadísticas y los estudios sociales; las diferencias entre creyentes y ateos se explican mucho mejor atendiendo a factores históricos, culturales, económicos, políticos y sociológicos.
Aceptando esto, los listados de países en Informes sobre Desarrollo Humano, midiendo factores como la salud social, la esperanza de vida, la alfabetización o los logros educativos, suelen estar encabezados por países como un ateísmo que podemos denominar "orgánico", no impuesto, como es el caso de algunas naciones de Escandinavia, Australia, Canadá o Países Bajos. Por el contrario, si observamos la cola de estas listas observaremos países en los que las tasas de ateísmo no son significativas. Si en estos Informes atendemos a otros factores, dejando a un lado los índices de suicidio (que en su mayor número, a veces, todo hay que decirlo, apuntan a países bastante desarrollados), como la mortandad infantil, la pobreza, la igualdad e incluso el crimen, encontramos también que los países más deprimidos en estos aspectos suelen ser también religiosos. Ojo, esta correlación, que parece evidente, entre la sociedades más saludables y las tasas de descreimiento no suponen, necesariamente, que el ateísmo produzca felicidad social (o a la inversa). No obstante, es posible que el viejo Marx tuviera algo de razón en este aspecto: los males materiales del mundo conducen a que la gente se refugie en creencias metafísicas de lo más peculiares.
No podemos ser reduccionistas, y muchos ateos y supuestos librepensadores lo somos a menudo, estableciendo una correlación entre progreso y reducción de la religiosidad. Al igual que en otras concepciones, es complicado establecer una visión lineal al respecto, desconocemos si crece el ateísmo de esa forma o si algún día desaparecerá definitivamente la religión. Máxime, cuando en los países más deprimidos, obviamente religiosos, existen unos altos índices de natalidad. Lo que sí es cierto es que bien entrado el siglo XXI hay más ateos que nunca, al menos que puedan expresarse con cierto grado de libertad. No obstante, las cifras de creyentes tradicionales son también más elevadas que nunca, e incluso con posibilidades de ser un porcentaje creciente dadas las circunstancias. Un contexto complejo, difícil de analizar, en un mundo con demasiados problemas. En los inicios de la Modernidad, muchos creían que la religión sería definitivamente apartada, algo que iba indiscutiblemente unido a una concepción del progreso excesivamente lineal. La pervivencia de la fe religiosa a día de hoy la quieren explicar algunos por creer que la creencia en Dios está biológicamente determinada (a un nivel genético o, tal vez, cerebral). Dicho de otro modo, puede decirse que los que somos ateos no seríamos personas "sanas", en el caso de que la creencia religiosa estuviera implantada en nuestro organismo. Si pensamos que creer en Dios es algo innato, entonces los ateos sencillamente carecemos de algo implantada en nuestra "naturaleza". Frente a estas visiones defensoras del teísmo, la evidencia nos dice, cada vez con mayor fuerza, que estamos más determinados por cuestiones sociales, ambientales o geográficas, que por nuestra biología. Sencillamente, esas teorías obvian las estadísticas y los estudios sociales; las diferencias entre creyentes y ateos se explican mucho mejor atendiendo a factores históricos, culturales, económicos, políticos y sociológicos.
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