El debate sobre el relativismo, que llega hasta nuestros días con religiosos y dogmáticos de todo pelaje tratando de imponer su absolutismo (ya sabes, un Bien y un Mal con mayúsculas, que parecen complementarse e intercambiarse a la perfección), se remonta a la Antigüedad. Ya los griegos, en el siglo V a.n.e., y principalmente gracias a los sofistas, se enfrentaron al hecho de que los valores no son eternos, ya que pierden fuerza según el contexto cultural. Los sofistas, a diferencia del platonismo, no apelan a trascendencia alguna y sí a lo social y lo político; son las personas, las integrantes de la sociedad, las que dan lugar a las leyes. Este relativismo sobre la ley se enfrenta a toda tradición fundada sobre lo sagrado, ya que es la asamblea popular la que decide cómo van a ser las cosas en una libre e igualitaria toma de decisiones. Por supuesto, las clases privilegiadas sabrían conciliar este relativismo o arbitrariedad con la ley con unos valores universales y eternos que aseguraran la existencia de la jerarquía y las diferencias sociales. Es una actitud, conservadora y elitista, que llega hasta nuestros días: por un lado, se acepta la existencia de diferentes pueblos y culturas, pero en todos ellos hay que acatar los valores universales y eternos de la organización política del Estado y de la sociedad jerarquizada. Es la hipocresía que sostiene por un lado ese relativismo cultural y la negación de toda abstracción, ya que el ser humano es concreto y particular, para acto seguido subordinarle a conceptos como Estado o Nación si nos ceñimos al terreno político.
No es un antagonismo fácil de resolver, el de la oposición entre el relativismo y los valores absolutos; especialmente, en cuestiones éticas es donde la polémica resulta mayor. Si afirmamos que es preferible adoptar una posición relativista sobre los valores, no decimos con ello que no haya diferencia entre ellos. Lo que se sostiene es que no hay ningún valor que no esté condicionado, que no existe una fundamentación última (sagrada, trascendente, absoluta…) para algo que ha creado el ser humano. Aquellos que sí creen que sus valores están fundamentados, que son más firmes que los de los demás, están a menudo obligados a demostrarlo hasta las últimas consecuencias. Ejemplos tenemos muchos en la historia, en nombre de valores absolutos (creencias religiosas o ideologías políticas) han conducido a horrores genocidas. Los líderes, religiosos y políticos, a menudo demonizan el relativismo, pero podemos tratar de darle un enfoque más profundo y ético al mismo. Así, el relativista no es que considere que todos los valores son equiparables; muy al contrario, piensa que la elección entre unos y otros forma parte de la existencia humana. Lo que no admite es que existe un nivel trascendental para los valores, algo que se remonta al platonismo en la historia, y ello nos coloca en una mejor oposición para actuar en un plano humano y contingente (es decir, producto de la historia y de la sociedad que han creado los seres humanos).
¿Qué hay sobre el compromiso y la defensa de unos valores? El absolutista, aquel que cree en valores universales, trascendentes y eternos, acaba viéndose abocado a contradicciones en su defensa. La teoría dogmática lleva a un menor compromiso en la práctica, por lo que todo acaba siendo justificado en nombre de aquella. El relativista, al no buscar una fundamentación de otro tipo, solo encuentra justificación en la práctica; la única base es la decisión para asumir esos valores, por lo que no existe otro camino para defenderlos que el de llevar a cabo las prácticas que los sustentan. Las mejores posturas éticas siempre deben buscar su fundamentación en la práctica social y humana, en la libre experimentación. Es por ello que dichas posturas son siempre progresistas, son susceptibles mejora, de encontrar nuevos horizontes éticos, y se encuentran en permanente movimiento. El relativismo, tal y como tratamos de exponerlo, parece propiciar la movilización social y política, el compromiso en la práctica. Los valores absolutos, da igual del tipo que sean (incluso, aquellos que pretenden ser “progresistas), suponen en primera o última instancia el inmovilismo, el conservadurismo.
Esperamos con estas palabras invitar a la reflexión y al movimiento. Se nos dirá, seguramente, que esta posición relativista, puede conducir a la ley del más fuerte. Según esta visión, sería el Estado el que garantiza que no ocurra; según una postura ética, que podemos denominar libertaria, es todo lo contrario, es el poder político el que queda legitimado para el uso de la fuerza (en nombre, ya lo han adivinado, de valores absolutos). ¿Quién es más amigo de la fuerza? ¿Aquel que cree en valores objetivos, instituidos como benévolos para el conjunto de los seres humanos? ¿O aquel que discrepa, disiente y se enfrenta a lo establecido? Por supuesto, este último queda etiquetado como alguien fuera de lo normal e irracional, por lo que sería sometido a algún tipo de fuerza o terapia, o bien expulsado de la comunidad. La persona disidente, por supuesto, puede emplear la fuerza, pero en nuestra opinión hacerlo en nombre de valores absolutos añade una mayor dosis de violencia. Si se hace así, tal vez se esté reivindicando el monopolio de la fuerza: en el campo político, un deseo de conquistar el Estado. El relativista, si emplea la violencia al considerarlo necesario, no busca una justificación última, por lo que lo asume sin más. El absolutista, al usar la fuerza, se cree legitimado en valores superiores, por lo que es posible que no tenga la necesidad de dar cuenta de sus actos.
Veamos ahora esta controversia, relativismo versus absolutismo, en el terreno del conocimiento. Lo que piensan los relativistas, como hemos dicho ya anteriormente sobre los valores, es que la verdad está relacionada con la existencia humana y con la relación con nuestros semejantes. Es decir, la verdad no es algo universal y eterno, propio de cualquier sociedad y cualquier tiempo. Sostener esto supone una negación aperturista hacia el futuro. La verdad para el relativista no supone algo que se haya establecido desde un punto de vista objetivo y genérico (divino), sino que forma parte de la propia existencia humana y no es trascendente a la sociedad y a la vida social. Con el relativismo, se erosiona una serie de creencias y dogmas absolutos: la trascendencia (algo por encima de la propia existencia de las seres humanos), el objetivismo (un punto de vista por encima de las particularidades humanas) y el fundamentalismo (verdades últimas que no requieren justificación posterior y sirven de fundamento a una serie de creencias verdaderas). El relativismo, lejos de la caricatura en lo que lo convierten los líderes de las instituciones jerarquizadas, y las religiones lo suelen ser, no es que no crea en la verdad, sino que la misma se ve condicionado y aceptado por un determinado marco que la instituye, y solo en un interior tiene sentido.
Se nos dirá que en la vida cotidiana no resulta importante esta controversia, que no existen excesivas diferencias entre esas tomas de postura absolutista y relativista. Consideramos que existen diferencias teóricas, como hemos tratado de exponer, e importantes consecuencias prácticas. Y tiene que ver con la imposición y la dominación; aquellas personan que sostienen verdades absolutas pueden arrogarse el derecho, e incluso la obligación moral, de convertir y forzar a los no creyentes (los herejes). Por otra parte, como otro importante consecuencia práctica, el relativismo invita al cambio, lo posibilita, mientras el absolutismo actúa como freno. Como es obvio, las verdades absolutas no pueden ver alteradas su condición. En cambio, si son relativas, condicionadas por el marco donde se ven instituidas, jamás pueden ser permanentes. Ninguna proposición es invulnerable ante su constante revisión. Deberíamos comprender que los valores, por muy bellos que sean (por ejemplo, la auténtica solidaridad, no esa caricatura impuesta en la sociedad de consumo), no es algo dado para siempre, sino que solo cobra sentido en la práctica cotidiana. Alejarnos, en suma, de toda tentación dogmática.
No es un antagonismo fácil de resolver, el de la oposición entre el relativismo y los valores absolutos; especialmente, en cuestiones éticas es donde la polémica resulta mayor. Si afirmamos que es preferible adoptar una posición relativista sobre los valores, no decimos con ello que no haya diferencia entre ellos. Lo que se sostiene es que no hay ningún valor que no esté condicionado, que no existe una fundamentación última (sagrada, trascendente, absoluta…) para algo que ha creado el ser humano. Aquellos que sí creen que sus valores están fundamentados, que son más firmes que los de los demás, están a menudo obligados a demostrarlo hasta las últimas consecuencias. Ejemplos tenemos muchos en la historia, en nombre de valores absolutos (creencias religiosas o ideologías políticas) han conducido a horrores genocidas. Los líderes, religiosos y políticos, a menudo demonizan el relativismo, pero podemos tratar de darle un enfoque más profundo y ético al mismo. Así, el relativista no es que considere que todos los valores son equiparables; muy al contrario, piensa que la elección entre unos y otros forma parte de la existencia humana. Lo que no admite es que existe un nivel trascendental para los valores, algo que se remonta al platonismo en la historia, y ello nos coloca en una mejor oposición para actuar en un plano humano y contingente (es decir, producto de la historia y de la sociedad que han creado los seres humanos).
¿Qué hay sobre el compromiso y la defensa de unos valores? El absolutista, aquel que cree en valores universales, trascendentes y eternos, acaba viéndose abocado a contradicciones en su defensa. La teoría dogmática lleva a un menor compromiso en la práctica, por lo que todo acaba siendo justificado en nombre de aquella. El relativista, al no buscar una fundamentación de otro tipo, solo encuentra justificación en la práctica; la única base es la decisión para asumir esos valores, por lo que no existe otro camino para defenderlos que el de llevar a cabo las prácticas que los sustentan. Las mejores posturas éticas siempre deben buscar su fundamentación en la práctica social y humana, en la libre experimentación. Es por ello que dichas posturas son siempre progresistas, son susceptibles mejora, de encontrar nuevos horizontes éticos, y se encuentran en permanente movimiento. El relativismo, tal y como tratamos de exponerlo, parece propiciar la movilización social y política, el compromiso en la práctica. Los valores absolutos, da igual del tipo que sean (incluso, aquellos que pretenden ser “progresistas), suponen en primera o última instancia el inmovilismo, el conservadurismo.
Esperamos con estas palabras invitar a la reflexión y al movimiento. Se nos dirá, seguramente, que esta posición relativista, puede conducir a la ley del más fuerte. Según esta visión, sería el Estado el que garantiza que no ocurra; según una postura ética, que podemos denominar libertaria, es todo lo contrario, es el poder político el que queda legitimado para el uso de la fuerza (en nombre, ya lo han adivinado, de valores absolutos). ¿Quién es más amigo de la fuerza? ¿Aquel que cree en valores objetivos, instituidos como benévolos para el conjunto de los seres humanos? ¿O aquel que discrepa, disiente y se enfrenta a lo establecido? Por supuesto, este último queda etiquetado como alguien fuera de lo normal e irracional, por lo que sería sometido a algún tipo de fuerza o terapia, o bien expulsado de la comunidad. La persona disidente, por supuesto, puede emplear la fuerza, pero en nuestra opinión hacerlo en nombre de valores absolutos añade una mayor dosis de violencia. Si se hace así, tal vez se esté reivindicando el monopolio de la fuerza: en el campo político, un deseo de conquistar el Estado. El relativista, si emplea la violencia al considerarlo necesario, no busca una justificación última, por lo que lo asume sin más. El absolutista, al usar la fuerza, se cree legitimado en valores superiores, por lo que es posible que no tenga la necesidad de dar cuenta de sus actos.
Veamos ahora esta controversia, relativismo versus absolutismo, en el terreno del conocimiento. Lo que piensan los relativistas, como hemos dicho ya anteriormente sobre los valores, es que la verdad está relacionada con la existencia humana y con la relación con nuestros semejantes. Es decir, la verdad no es algo universal y eterno, propio de cualquier sociedad y cualquier tiempo. Sostener esto supone una negación aperturista hacia el futuro. La verdad para el relativista no supone algo que se haya establecido desde un punto de vista objetivo y genérico (divino), sino que forma parte de la propia existencia humana y no es trascendente a la sociedad y a la vida social. Con el relativismo, se erosiona una serie de creencias y dogmas absolutos: la trascendencia (algo por encima de la propia existencia de las seres humanos), el objetivismo (un punto de vista por encima de las particularidades humanas) y el fundamentalismo (verdades últimas que no requieren justificación posterior y sirven de fundamento a una serie de creencias verdaderas). El relativismo, lejos de la caricatura en lo que lo convierten los líderes de las instituciones jerarquizadas, y las religiones lo suelen ser, no es que no crea en la verdad, sino que la misma se ve condicionado y aceptado por un determinado marco que la instituye, y solo en un interior tiene sentido.
Se nos dirá que en la vida cotidiana no resulta importante esta controversia, que no existen excesivas diferencias entre esas tomas de postura absolutista y relativista. Consideramos que existen diferencias teóricas, como hemos tratado de exponer, e importantes consecuencias prácticas. Y tiene que ver con la imposición y la dominación; aquellas personan que sostienen verdades absolutas pueden arrogarse el derecho, e incluso la obligación moral, de convertir y forzar a los no creyentes (los herejes). Por otra parte, como otro importante consecuencia práctica, el relativismo invita al cambio, lo posibilita, mientras el absolutismo actúa como freno. Como es obvio, las verdades absolutas no pueden ver alteradas su condición. En cambio, si son relativas, condicionadas por el marco donde se ven instituidas, jamás pueden ser permanentes. Ninguna proposición es invulnerable ante su constante revisión. Deberíamos comprender que los valores, por muy bellos que sean (por ejemplo, la auténtica solidaridad, no esa caricatura impuesta en la sociedad de consumo), no es algo dado para siempre, sino que solo cobra sentido en la práctica cotidiana. Alejarnos, en suma, de toda tentación dogmática.
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