En alguna ocasión, he dedicado alguna entrada en este blog al término “magufo”, que alude peyorativamente a practicantes de pseudociencias y/o pseudoterapias, y en general a “creyentes” de todo tipo. Bien, ya expresé lo poco de mi agrado que es el término, empleado con tal simpleza, que el usuario se suele poner a un nivel de irracionalidad similar al de todo aquel que pretende hacernos comulgar con sus creencias absurdas, y además lo hace en nombre todo lo contrario.
Por desgracia, y supuestamente en nombre de la ciencia y del librepensamiento, dos conceptos tal vez no equiparables, pero que sí deberían ir de la mano, hay quien actúa de forma elitista e inquisitorial. Precisamente, lo que deberíamos tratar de combatir como herramientas imprescindibles para toda oposición al dogmatismo. Dicho esto, rechazada todo etiqueta insultante y simplista, me gustaría una vez más reflexionar sobre la pseudociencia y sobre ciertas terapias (que, efectivamente, no dejan de ser ‘creencias’, pero cuya relación con la ciencia es posible que a veces observemos de forma errónea). A menudo también aludimos, a la hora de juzgar ciertas teorías, al método falsacionista. Esto es, que la ciencia se dedica fundamentalmente, no a demostrar que algo es rigurosamente cierto, sino a “falsar”: si se demuestra que algo es falso, entonces hay que decir que no es científico. El falsacionismo, también criticado cuando se usa como método infalible, nos introduce en no pocos problemas, si queremos denominar “pseudociencia” a toda creencia o teoría, ya que no todas ellas se presentan utilizando reglas científicas. El ejemplo más obvio es la creencia en Dios (o en dioses), que va más allá de los meros hechos que puedan desmentirla. Es por eso que hay quien considera que ciencia y religión corresponden a ámbitos diferentes, regidos por normas distintas (no digo que sea, necesariamente, mi caso, aunque sí hay que tenerlo en cuenta). Dejemos a un lado lo que podemos llamar, estrictamente, creencia religiosa, aunque a veces las fronteras se diluyan cuando observamos a creyentes y prácticantes de todo tipo de terapias (más adelante, apuntaré sobre esto).
Vamos a dedicarnos a lo que habitualmente denominamos de forma alegre como “pseudociencia”. Lo mismo que no es posible demostrar que un ente como Dios no existe, tampoco ciertos “principios” energéticos trascendentes y universales, tan presentes con distintos nombres en según que prácticas. De todo ello, de manera sincera o abiertamente fraudulenta, se aprovechan gurús y terapeutas de toda índole, de la imposibilidad de que la ciencia demuestra la falsedad de sus propuestas. Así, son presentadas, por lo general de manera dogmática por toda suerte de iluminados; es curioso que ciertos conocimientos sean imposibles de verificar por el común de los mortales, pero siempre surgen mediadores ‘elegidos’ capaces de transmitirlos generosamente. Estas personas, y sus delirantes propuestas, se muestran inmunizados ante toda crítica, que es lo abiertamente rechazable, aunque tal vez no en nombre de “lo científico”. La ciencia no es, o no debería ser nunca, dogmática, de ahí que no se realicen afirmaciones categóricas y sí acercamientos a lo que puede ser cierto mediante ciertos métodos de verificación. Si hablamos de “creencias” en ciertos principios imposibles de verificar, nos gusta emplear con cierta gratuidad el término “pseudociencia”, pero tal vez debamos ir más allá y simplemente considerarlo como algo ajeno al conocimiento científico.
Hoy, son tiempos de confusión en las sociedades posmodernas (aquellas en las que los principios de la modernidad, con la racionalidad científica por bandera, han fracasado), y es posible que no ayudemos demasiado si simplemente seguimos analizando únicamente en nombre de la ciencia. Las necesidades de la gente siguen siendo muchas (algo digno de análisis), en las que se mezclan la salud corporal y mental, el bienestar físico y cierta espiritualidad (a mi modo de ver, una idea errónea de la espiritualidad, que sigue abundando de alguna manera en su separación de lo material y fisiológico). No es casualidad que proliferen los centros en los que se promete todo ello en nombre de toda suerte de teorías delirantes ajenas a toda verificación científica. Elijan ustedes, pseudociencia o sencillamente anticiencia (un término mucho más certero eficaz y provocador para aquellos que no lo tengan claro). Es cierto que estos pseudoterapeutas invitan no pocas veces a la confusión de los usuarios y sí pretenden adornar sus propuestas con cierta apariencia de conocimiento científico. Es decir, una cosa es el practicante de ciertas medicinas tradicionales (póngase aquí el apelativo que se quiera: china, hindú u occidental), cuyas propuestas categóricas y fáciles de comprender el progreso sencillamente ha demostrado que son creencias obsoletas (propias de un tiempo en el que el conocimiento solo llegaba hasta cierto punto). Otra, el gurú de nuevo cuño que mezcla creencias milenarias con aseveraciones a la carta surgidas de la New Age, unidas a propuestas de nuevo cuño (normalmente con muy sufrida palabra “cuántico”). Personalmente, me interesa más profundizar en por qué las personas tienen esta necesidad permanente, huyendo de toda profundización en los diferentes ámbitos humanos (ciencia, arte, filosofía, psicología…), y acaban abrazando creencias absurdas o cayendo en terapias cuya eficacia no va más allá del placebo. La modernidad, en nombre de la ciencia y la razón, ha fracasado, pero para combatir el absurdo de los nuevos tiempos precisamente hay que darles un mayor horizonte, no abrir la puerta a la simpleza y la irracionalidad.
Por desgracia, y supuestamente en nombre de la ciencia y del librepensamiento, dos conceptos tal vez no equiparables, pero que sí deberían ir de la mano, hay quien actúa de forma elitista e inquisitorial. Precisamente, lo que deberíamos tratar de combatir como herramientas imprescindibles para toda oposición al dogmatismo. Dicho esto, rechazada todo etiqueta insultante y simplista, me gustaría una vez más reflexionar sobre la pseudociencia y sobre ciertas terapias (que, efectivamente, no dejan de ser ‘creencias’, pero cuya relación con la ciencia es posible que a veces observemos de forma errónea). A menudo también aludimos, a la hora de juzgar ciertas teorías, al método falsacionista. Esto es, que la ciencia se dedica fundamentalmente, no a demostrar que algo es rigurosamente cierto, sino a “falsar”: si se demuestra que algo es falso, entonces hay que decir que no es científico. El falsacionismo, también criticado cuando se usa como método infalible, nos introduce en no pocos problemas, si queremos denominar “pseudociencia” a toda creencia o teoría, ya que no todas ellas se presentan utilizando reglas científicas. El ejemplo más obvio es la creencia en Dios (o en dioses), que va más allá de los meros hechos que puedan desmentirla. Es por eso que hay quien considera que ciencia y religión corresponden a ámbitos diferentes, regidos por normas distintas (no digo que sea, necesariamente, mi caso, aunque sí hay que tenerlo en cuenta). Dejemos a un lado lo que podemos llamar, estrictamente, creencia religiosa, aunque a veces las fronteras se diluyan cuando observamos a creyentes y prácticantes de todo tipo de terapias (más adelante, apuntaré sobre esto).
Vamos a dedicarnos a lo que habitualmente denominamos de forma alegre como “pseudociencia”. Lo mismo que no es posible demostrar que un ente como Dios no existe, tampoco ciertos “principios” energéticos trascendentes y universales, tan presentes con distintos nombres en según que prácticas. De todo ello, de manera sincera o abiertamente fraudulenta, se aprovechan gurús y terapeutas de toda índole, de la imposibilidad de que la ciencia demuestra la falsedad de sus propuestas. Así, son presentadas, por lo general de manera dogmática por toda suerte de iluminados; es curioso que ciertos conocimientos sean imposibles de verificar por el común de los mortales, pero siempre surgen mediadores ‘elegidos’ capaces de transmitirlos generosamente. Estas personas, y sus delirantes propuestas, se muestran inmunizados ante toda crítica, que es lo abiertamente rechazable, aunque tal vez no en nombre de “lo científico”. La ciencia no es, o no debería ser nunca, dogmática, de ahí que no se realicen afirmaciones categóricas y sí acercamientos a lo que puede ser cierto mediante ciertos métodos de verificación. Si hablamos de “creencias” en ciertos principios imposibles de verificar, nos gusta emplear con cierta gratuidad el término “pseudociencia”, pero tal vez debamos ir más allá y simplemente considerarlo como algo ajeno al conocimiento científico.
Hoy, son tiempos de confusión en las sociedades posmodernas (aquellas en las que los principios de la modernidad, con la racionalidad científica por bandera, han fracasado), y es posible que no ayudemos demasiado si simplemente seguimos analizando únicamente en nombre de la ciencia. Las necesidades de la gente siguen siendo muchas (algo digno de análisis), en las que se mezclan la salud corporal y mental, el bienestar físico y cierta espiritualidad (a mi modo de ver, una idea errónea de la espiritualidad, que sigue abundando de alguna manera en su separación de lo material y fisiológico). No es casualidad que proliferen los centros en los que se promete todo ello en nombre de toda suerte de teorías delirantes ajenas a toda verificación científica. Elijan ustedes, pseudociencia o sencillamente anticiencia (un término mucho más certero eficaz y provocador para aquellos que no lo tengan claro). Es cierto que estos pseudoterapeutas invitan no pocas veces a la confusión de los usuarios y sí pretenden adornar sus propuestas con cierta apariencia de conocimiento científico. Es decir, una cosa es el practicante de ciertas medicinas tradicionales (póngase aquí el apelativo que se quiera: china, hindú u occidental), cuyas propuestas categóricas y fáciles de comprender el progreso sencillamente ha demostrado que son creencias obsoletas (propias de un tiempo en el que el conocimiento solo llegaba hasta cierto punto). Otra, el gurú de nuevo cuño que mezcla creencias milenarias con aseveraciones a la carta surgidas de la New Age, unidas a propuestas de nuevo cuño (normalmente con muy sufrida palabra “cuántico”). Personalmente, me interesa más profundizar en por qué las personas tienen esta necesidad permanente, huyendo de toda profundización en los diferentes ámbitos humanos (ciencia, arte, filosofía, psicología…), y acaban abrazando creencias absurdas o cayendo en terapias cuya eficacia no va más allá del placebo. La modernidad, en nombre de la ciencia y la razón, ha fracasado, pero para combatir el absurdo de los nuevos tiempos precisamente hay que darles un mayor horizonte, no abrir la puerta a la simpleza y la irracionalidad.
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