Cuando proclamamos nuestro ateísmo, y a pesar de los muchos avances que se han producido en los últimos tiempos para expresarse libremente y que los demás comprendan nuestra postura, todavía se producen no pocos problemas. En primer lugar, y vamos a referirnos a conversaciones de lo más coloquiales, el ateísmo del que hacemos gala no es una mera ausencia de fe; sin preconizar lo que en algunos medios se ha llamado ateísmo fuerte (es decir, la negación tajante de que algo llamado Dios exista, juego donde no entramos por motivos que esperamos queden claros), sí consideramos que nuestra negación es fuertemente combativa (es decir, consideramos que la negación o aceptación de ese ser supremo condiciona la conciencia personal y social de los seres humanos).
Nuestras creencias (de todo tipo, ya que el ateísmo también puede conllevarlas), no dejaremos de repetirlo, están fuertemente influenciadas por circunstancias y ambientes de todo tipo, además de por determinadas condiciones terrenales de la existencia; el viejo Marx seguro que tenía razón, la fe religiosa es en muchos casos un alivio ante una vida demasiado penosa. Más adelante volveremos sobre esto, no nos alejemos ahora de una lectura más superficial de las creencias (o descreencias).
Decíamos que cuando proclamamos nuestro ateísmo, en un ambiente de andar por casa o de barra de bar, el asunto se queda en cierto nivel sin demasiada hondura; si nuestro contertulio es creyente de la rama fuerte (teísta, es decir, un verdadero creyente con todas sus consecuencias), muy probablemente relacionará nuestra condición con algo negativo, nos mirará con displicencia (no deberíamos ofendernos demasiado, ya que nuestro punto de vista conlleva a veces también cierta superioridad, al menos intelectual); si nos enfrentamos, en cambio, a una suerte de deísta (es decir, alguien que piensa que alguna voluntad suprema debe haber, sin saber muy bien por qué, aunque no intervenga en los asuntos humanos), puede que nos vea como alguien más bien cerrado en nuestra (supuestamente) limitada negación; si tenemos ante nosotros a un agnóstico, alguien que a priori es un primo hermano de nosotros, los ateos, es muy posible que su actitud sea muy similar a la del creyente del "algo tiene que haber" (es decir, que nos vea como alguien categórico, cerrado, etc, etc.). Dejamos a un lado a los llamados panteístas, ya que los consideramos simplemente la antesala histórica del ateísmo (aunque, los muy obtusos, no lo reconozcan); también, somos conscientes de que todas estas categorías están impregnadas de un fuerte occidentalismo; si hablamos de otras culturas, seguro que no tardamos en encontrar ciertos paralelismos.
Bien, seguro que hemos simplificado en exceso, ya que hay muchas posturas intermedias entre los cuatro tipos mencionados (incluida la posición atea). Ante todo, insistiremos que esa simplificación la hacemos porque en determinados contextos resulta francamente difícil exponer nuestro ateísmo, tanto por dificultades internas (donde no negamos nuestra flagrante torpeza en muchas ocasiones, somos humanos, o casi, por lo que tenemos limitaciones para dar y tomar), como por causas externas (prejuicios de todo tipo por parte del que no piensa como nosotros, ofensas personales que causa la mera objeción de la creencia religiosa, limitaciones de tiempo relacionadas con las causas anteriores…). Recordaremos también el asunto de la "tolerancia", tan proclamada a los cuatro vientos y, a nuestro modo de ver, tan incomprendida; esta tolerancia no implica la negación de la libertad de expresión ni de crítica (ilimitada, desde nuestro punto de vista) directamente relacionada con la libertad de conciencia de cada uno para creer (o no creer) lo que le venga en gana. Dicho esto, pensamos profundamente que las personas merecen el mayor de los respetos, por lo que hay que eliminar los mecanismos coercitivos de todo tipo (también, los de las instituciones eclesiásticas, bien poco democráticas), pero no así sus ideas al ser necesariamente expuestas siempre a una crítica racional y al consenso público si afecta a los social (y estoy hay que recordarlo, las religiones suele tener un fuerte componente social); existe la peculiar paradoja de que aquellos que exigen respeto para sus creencias no tardan en asentar dogmatismos, profesar un intolerable autoritarismo y en señalar herejías (nosotros los ateos, pues sí, somos herejes, es decir, antidogmáticos, es decir, creemos en el progreso; de cerrados, nada, de autoritarios, menos). Pero, no nos vengamos arriba todavía.
El teísta, como ya hemos dicho, es el verdadero creyente: no solo cree en un Ser Creador, personal, todopoderoso y totalmente benévolo (y, ojo, no sé si en un viejecito con barba en el paraíso celestial; ya que la intelligensia eclesiástica suele decir ahora que qué ridiculez es esa), sino que piensa que interviene alegremente en los asuntos humanos; parafraseando a Christopher Hitchens, en el momento que se acepta tal cosa, las personas nos convertimos en pobres víctimas de un juego cruel. El deísmo no deja de ser otro pasito histórico, aunque con fuerte influencia en la conciencia de los seres humanos a día de hoy (el "algo debe haber"; posición absurda, ya que por supuesto que todos pensamos que sí, pero no tiene que ser un ser producto de la imaginación ni nada sobrenatural); estamos seguro que muchos autores prestigiosos, autoproclamados deístas en tiempos demasiado restringidos, eran en realidad ateos.
Nos gustaría poner el foco en los agnósticos, ya que puede parecer de entrada la posición más lógica. Hay que decir que, efectivamente, a nivel científico y cognitivo, todos los ateos deberíamos ser agnósticos; es decir, el concepto de Dios no es algo sobre lo que la ciencia pueda decir nada, no es una hipótesis falsable. Sin embargo, esa misma postura deberíamos adoptar sobre cualquier creencia religiosa; desde el punto de vista occidental, las hay verdaderamente ridículas a día de hoy (hay que recordar que para el profano, la creencia religiosa ajena suele ser la absurda). Para el ateo, habitualmente racional si entra dentro de la categoría combativa antes mencionada, todas las creencias religiosas resulta absurdas y plagadas de muchos elementos abiertamente irrisorios (resulta intolerable que se nos quiera enjuiciar, en la sociedad de hoy, por señalar lo evidente; no vamos a poner ejemplos, de momento). Por lo tanto, el agnóstico es muy probable que se muestre orgulloso de serlo ante la idea del Dios personal; no sé si lo estará tanto si le recordamos que debe serlo ante cualquier otra deidad (póngase aquí cualquier nombre proveniente de culturas que se consideran primitivas; otro motivo más para ser ateo es no considerar la superioridad de la cultura judeo-cristiana, algo que impregna todavía nuestra educación). La tolerancia entre religiones, aunque proclamada en ocasiones por necesidades de guión, no deja de ser un despropósito; todas consideran verdaderos su dogmas. El verdadero debate debe ser si es necesaria la religión, si resulta perniciosa o no y por qué persisten las creencias al respecto.
Antes aludí de pasada a Marx, mencionado en algunos de sus pasajes incluso por autores religiosos, ya que se refiere a esas creencias como "el alivio de los afligidos"; muy probablemente haya algo de verdad en esto, pero eso no convierte en verdaderas las creencias religiosas y, más importante, debería obligarnos a combatir con todos nuestros medios las aflicciones terrenales (no a recrearnos en ellas ni a buscar propósitos de una voluntad suprema en la, a veces, cruel existencia). Dejaremos para otro momento, un debate que toque este asunto junto a la vinculación de la creencia religiosa y del ateísmo a otros campos, como es el moral.
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