Hasta hace poco, la religión se ha considerado un proceso casi natural
en el pensamiento humano; tal y como escribió Marx, se trata del
consuelo de los oprimidos, "el opio del pueblo", expresado en un pasaje
muy divulgado, pero tal vez no lo suficientemente entendido. Sin
embargo, a pesar de que la falta de certeza, los miedos y las angustias
son inherentes al ser humano, esa función de consuelo ejercida por la
religión se diferencia del deseo por conocer el mundo propio del saber
científico. Frente a las grandes verdades e ideas inmutables propias de
las religiones, nada mejor que una forma extrema de pensamiento crítico,
el permanente anhelo de hacerse preguntas en aras de mejorar cualquier
ámbito humano. Parece claro que, si la religión volvió con inusitada
fuerza a finales del siglo XX, a principios del XXI el debate sobre el
ateísmo está a la orden del día y resulta más importante que nunca para
una sociedad laica y con plena libertad de conciencia. El temor de
Comte-Sponville a renunciar a los valores fundados en la religión, que
puede verse reflejado en la famosa frase atribuida a Dostoievski "Si
Dios no existe, todo está permitido", resulta de lo más cuestionable.
Fernando Savater ha recordado que ese famoso aserto, no solo no demuestra la veracidad de creencia alguna, sino que más bien constata una urgencia que debe invitarnos a la duda. Es precisamente el librepensamiento, el apartamiento de las religiones, plagadas de ideas fijas y de creencias sobrenaturales, lo que ha supuesto unas mayores posibilidades para la ética, para mejorar la vida social e individual. En cualquier caso, el ateo siempre reflexionará que lo inexistente no puede morir y una moral sustentada artificiosamente en lo religioso puede perfectamente, no solo sobrevivir sin ese apoyo, sino también validar su adecuación al bienestar de la humanidad y ayudar a la evolución y al desarrollo. Recordemos la visión de Mackie cuando señala que la visión religiosa subordina siempre los asuntos morales, y humanos en general, a cuestiones más trascendentes; en el cristianismo, es el caso de la aceptación de la condición pecaminosa del ser humano para aceptar luego su salvación. Sin ningún ánimo de caer en el maniqueísmo, y aceptando que la ausencia de creencias no es garante a priori de nada, hay que recordar siempre la ambigüedad de la moralidad promovida por la religión y, frente a ella, la existencia de una tradición humanista, preocupada por los problemas sociales, defensora de la honestidad intelectual y de la tolerancia, así como impulsora de la libre investigación. La moralidad, y los asuntos humanos en general, con sus concesiones y con sus ajustes, se entienden mejor desde un enfoque naturalista.
El fundamentalismo, última salida del pensamiento religioso, advertirá sobre el peligro nihilista que supone el ateísmo; sin embargo, lo que muere son viejos valores, mientras que otros nuevos y posiblemente más fortalecidos pueden germinar. Desde ese punto de vista, estamos de acuerdo con Michel Onfray cuando considera que es el ateísmo el que puede dar solución al nihilismo constituyéndose en garante de esos valores innovados. Siendo cautos con los diversos caminos que adopta el conocimiento y la creencia, ya que el pensamiento religioso perdura incluso en personas cultas y racionalistas, podemos también compartir las ideas del filósofo francés cuando trata de dar un horizonte lo más amplio posible a la razón y cuando afirma que cada ser humano deber llegar a una fase de madurez y ser consciente de sus capacidades intelectuales, críticas y políticas. Es algo que ya estaba en la obra de Kant, pero Onfray precisamente critica al filósofo alemán su protección del mundo religioso poniéndolo a salvo de la razón; a pesar de la radicalización de algunas posturas en el siglo XIX, considera que en el XX se acabaría consolidando esa separación perniciosa entre razón y fe.
En cualquier caso, no hay una opinión uniforme en el universo ateo, como resulta lógico y tremendamente saludable para el pensamiento. Como ya se ha visto, hay quien muestra su fidelidad a ciertos valores religiosos a pesar de su no creencia y, en el otro polo, los hay que consideran el pensamiento religioso como una gran distorsión histórica de la razón y la moral. Quizá podemos simpatizar mayormente con los que observan la moral atea como una evolución, una perfección histórica apoyada en alguna medida en creencias ya superadas. Tal vez se hayan ido apartando los valores religiosos, pero una concepción absoluta sobre lo correcto y lo incorrecto parece impregnar nuestra herencia cultural y acaba justificando el poder de unos seres humanos sobre otros. Esta crítica resulta, lo asumimos, controvertida, ya que adelantamos las acusaciones sobre la defensa de una moral arbitraria y relativa; la verdadera cuestión es que los principios morales parecen defenderse mejor, no desde el absolutismo y la trascendencia, sino desde perspectivas plenamente humanas.
Podemos contemplar la historia como una tensión permanente entre fe y razón, según la cual algunas personas tuvieron el suficiente carácter y la valentía para hacer valer sus convicciones personales, a nivel moral o científico, enfrentadas siempre a lo religioso instituido. Es la modernidad la que ha conllevado la secularización del pensamiento, es decir, la posibilidad de desprenderse de lo sagrado para poder seguir avanzando. Tal vez no deba hablarse, necesariamente, de distorsión o fraude histórico en el nacimiento de la religiones, ya que afirmar tal cosa excede la capacidad humana; lo que sí es plausible es que, si el pensamiento religioso pudo hacer en determinado momento de motor histórico, esa desacralización iniciada en la modernidad es igualmente necesaria en aras del progreso. La confianza en los valores ilustrados y en el progreso, tan criticada por aquellos que dan a la modernidad por periclitada, no puede hacernos caer en una nueva fe ciega. Es por eso que el ateísmo debe insertarse en los valores antiautoritarios que, además del religioso, critican el poder político y económico, que no tardan en fundar nuevas abstracciones que someten al ser humano. Los valores vinculados a la religión acaban, más tarde o más temprano, siendo obsoletos al igual que los asociados a otros conceptos que constriñen el pensamiento como es el caso del patriotismo. Recogemos igualmente la herencia de una persona tan brillante como Bertrand Russell también cuando recordaba que los peligros para el librepensamiento no se limitaban al mundo religioso.
Fernando Savater ha recordado que ese famoso aserto, no solo no demuestra la veracidad de creencia alguna, sino que más bien constata una urgencia que debe invitarnos a la duda. Es precisamente el librepensamiento, el apartamiento de las religiones, plagadas de ideas fijas y de creencias sobrenaturales, lo que ha supuesto unas mayores posibilidades para la ética, para mejorar la vida social e individual. En cualquier caso, el ateo siempre reflexionará que lo inexistente no puede morir y una moral sustentada artificiosamente en lo religioso puede perfectamente, no solo sobrevivir sin ese apoyo, sino también validar su adecuación al bienestar de la humanidad y ayudar a la evolución y al desarrollo. Recordemos la visión de Mackie cuando señala que la visión religiosa subordina siempre los asuntos morales, y humanos en general, a cuestiones más trascendentes; en el cristianismo, es el caso de la aceptación de la condición pecaminosa del ser humano para aceptar luego su salvación. Sin ningún ánimo de caer en el maniqueísmo, y aceptando que la ausencia de creencias no es garante a priori de nada, hay que recordar siempre la ambigüedad de la moralidad promovida por la religión y, frente a ella, la existencia de una tradición humanista, preocupada por los problemas sociales, defensora de la honestidad intelectual y de la tolerancia, así como impulsora de la libre investigación. La moralidad, y los asuntos humanos en general, con sus concesiones y con sus ajustes, se entienden mejor desde un enfoque naturalista.
El fundamentalismo, última salida del pensamiento religioso, advertirá sobre el peligro nihilista que supone el ateísmo; sin embargo, lo que muere son viejos valores, mientras que otros nuevos y posiblemente más fortalecidos pueden germinar. Desde ese punto de vista, estamos de acuerdo con Michel Onfray cuando considera que es el ateísmo el que puede dar solución al nihilismo constituyéndose en garante de esos valores innovados. Siendo cautos con los diversos caminos que adopta el conocimiento y la creencia, ya que el pensamiento religioso perdura incluso en personas cultas y racionalistas, podemos también compartir las ideas del filósofo francés cuando trata de dar un horizonte lo más amplio posible a la razón y cuando afirma que cada ser humano deber llegar a una fase de madurez y ser consciente de sus capacidades intelectuales, críticas y políticas. Es algo que ya estaba en la obra de Kant, pero Onfray precisamente critica al filósofo alemán su protección del mundo religioso poniéndolo a salvo de la razón; a pesar de la radicalización de algunas posturas en el siglo XIX, considera que en el XX se acabaría consolidando esa separación perniciosa entre razón y fe.
En cualquier caso, no hay una opinión uniforme en el universo ateo, como resulta lógico y tremendamente saludable para el pensamiento. Como ya se ha visto, hay quien muestra su fidelidad a ciertos valores religiosos a pesar de su no creencia y, en el otro polo, los hay que consideran el pensamiento religioso como una gran distorsión histórica de la razón y la moral. Quizá podemos simpatizar mayormente con los que observan la moral atea como una evolución, una perfección histórica apoyada en alguna medida en creencias ya superadas. Tal vez se hayan ido apartando los valores religiosos, pero una concepción absoluta sobre lo correcto y lo incorrecto parece impregnar nuestra herencia cultural y acaba justificando el poder de unos seres humanos sobre otros. Esta crítica resulta, lo asumimos, controvertida, ya que adelantamos las acusaciones sobre la defensa de una moral arbitraria y relativa; la verdadera cuestión es que los principios morales parecen defenderse mejor, no desde el absolutismo y la trascendencia, sino desde perspectivas plenamente humanas.
Podemos contemplar la historia como una tensión permanente entre fe y razón, según la cual algunas personas tuvieron el suficiente carácter y la valentía para hacer valer sus convicciones personales, a nivel moral o científico, enfrentadas siempre a lo religioso instituido. Es la modernidad la que ha conllevado la secularización del pensamiento, es decir, la posibilidad de desprenderse de lo sagrado para poder seguir avanzando. Tal vez no deba hablarse, necesariamente, de distorsión o fraude histórico en el nacimiento de la religiones, ya que afirmar tal cosa excede la capacidad humana; lo que sí es plausible es que, si el pensamiento religioso pudo hacer en determinado momento de motor histórico, esa desacralización iniciada en la modernidad es igualmente necesaria en aras del progreso. La confianza en los valores ilustrados y en el progreso, tan criticada por aquellos que dan a la modernidad por periclitada, no puede hacernos caer en una nueva fe ciega. Es por eso que el ateísmo debe insertarse en los valores antiautoritarios que, además del religioso, critican el poder político y económico, que no tardan en fundar nuevas abstracciones que someten al ser humano. Los valores vinculados a la religión acaban, más tarde o más temprano, siendo obsoletos al igual que los asociados a otros conceptos que constriñen el pensamiento como es el caso del patriotismo. Recogemos igualmente la herencia de una persona tan brillante como Bertrand Russell también cuando recordaba que los peligros para el librepensamiento no se limitaban al mundo religioso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario