Uno de los placeres, que no siempre tengo tiempo de disfrutar, es caminar por el campo. En aquel grupo de senderistas de una sierra del norte de Madrid, del que formaba parte, no todos me eran conocidos. Una de esas personas, de actitud aparentemente vitalista, pero rayando en lo estridente en mi humilde impresión, hablaba en voz bastante alta. Daba la impresión, solo la impresión, de que le gustaba hacerse notar. No es que estuviera haciendo mucho caso a lo que aquel individuo exponía, pero creí entender en su retórica términos como "espiritualidad", "medicina", "holística" y "misticismo" Ay, ay, pensé para mis adentros.
Como hacía tiempo que no practicaba la sana actividad del senderismo, decidí concentrarme en mi propia condición física y disfrutar del paisaje. Aquel improvisado conferenciante parecía tener un público al que agradaba su discurso, y yo sencillamente debía concentrarme en lo mío. Sin embargo, hiciera lo que hiciera, la voz de aquel sujeto resonaba por doquier. No pude evitar, ante aquella verborrea que empezaba a martillear mi cerebro, dirigir mi vista hacia el individuo en cuestión. De de forma sorprendente, y tal vez algo esotérica, él también giró la cabeza y nuestras miradas se cruzaron. No sé por qué, pero me sentí como la presa ya a punto de caer en manos del depredador.
Efectivamente, se dirigió hacia mí. "¿Te interesa de lo que estoy hablando", me dijo. Solo acerté a balbucear una especie de disculpa, ante lo que hizo caso omiso alegremente. "¿Yo soy muy espiritual?, ¿y tú?". Estuve a punto de decir que, ante la polisemia del término en cuestión, no sabía muy bien qué contestar. Me abstuve, ya que acto seguido hubiera tenido que añadir "como ves, lo que yo soy en realidad es muy pedante". "Yo he logrado unos niveles de bienestar importantes gracias a ciertas prácticas holísticas", continuó. "De hecho, hay quién dice que tengo un aura muy reveladora". Le miré encima de la cabeza, sin intención sarcástica alguna, hice un amago de sonreír, y pronuncié un "es estupendo". "Siento que estoy a un nivel superior", dijo él, palabras que creo provocaron un efecto catártico en mí.
"Mira", le dije, "tenemos un concepto de la espiritualidad algo diferente". "No sé cuál ser el tuyo", dijo de forma, tan súbita, como reiterativa, "pero yo soy muy espiritual". "Es más", continuaba el colega de forma infatigable, "me considero que tengo un nivel de consciencia superior, lo cual me hace muy, pero que muy espiritual". Pensé que iba a ser complicado entenderme con aquel tipo, ni siquiera parecíamos hablar el mismo idioma. Me armé de valor y le dije que, para mí, "la espiritualidad no tiene nada que ver con nada sobrenatural ni místico". "Tiene mucho que ver con la cultura, con el conocimiento, con los valores humanos, incluso con la psicología", dije con cierto vigor dialéctico, pero sin demasiado convencimiento de que llegáramos a algún punto en común. La siguientes palabras que escuché convirtieron mis temores en realidad. "Claro que tiene que ver con el conocimiento", dijo, "tienes que conocer qué significan el chi, la energía, el prana, los chakras…". "Todo eso es cultura a la que tienes que abrirte", frase que pronunció de forma tan tajante que creo que removió todos mis chakras.
"Tienes razón, todo eso forma parte de las diversas culturas", me atreví a espetar. Hizo un amago de interrumpirme, pero fui más rápido, "sin embargo, son sencillamente creencias que la ciencia no ha verificado". Creo que pronuncié la palabra anatema, ya que negó con la cabeza de tal modo, que pensé que se iba a descoyuntar allí mismo. Continué y le mencioné, como manido ejemplo de creencia espiritual, el Dios de las religiones tradicionales. "Ah, no, lo mío no es ninguna religión, no son creencias, ni siquiera creo en un Dios como en el cristianismo…". "Precisamente", le interrumpí yo esta vez, "la religión tradicional la identifica mucha gente con la verdadera espiritualidad". "No, yo me rebelo contra eso, lo mío sí es auténtica espiritualidad", dijo de forma reveladora. Pensé en decirle que lo suyo era un buen pastiche de filosofía oriental de baratillo a gusto del modo occidental, mezclado con la religiosidad de toda la vida de Dios, pero pensé que era demasiado cruel. Pensé que iba a terminar aquella conversación, cuando me espetó que "en cualquier caso, la ciencia no puede explicarlo todo". "Tienes mucha razón", le dije, "la ciencia no puede explicar en absoluto los deseos y las aspiraciones humanas, tomen el camino que tomen". No sé si fue el colofón más aceptable para una ruta senderista con una única dirección.
Como hacía tiempo que no practicaba la sana actividad del senderismo, decidí concentrarme en mi propia condición física y disfrutar del paisaje. Aquel improvisado conferenciante parecía tener un público al que agradaba su discurso, y yo sencillamente debía concentrarme en lo mío. Sin embargo, hiciera lo que hiciera, la voz de aquel sujeto resonaba por doquier. No pude evitar, ante aquella verborrea que empezaba a martillear mi cerebro, dirigir mi vista hacia el individuo en cuestión. De de forma sorprendente, y tal vez algo esotérica, él también giró la cabeza y nuestras miradas se cruzaron. No sé por qué, pero me sentí como la presa ya a punto de caer en manos del depredador.
Efectivamente, se dirigió hacia mí. "¿Te interesa de lo que estoy hablando", me dijo. Solo acerté a balbucear una especie de disculpa, ante lo que hizo caso omiso alegremente. "¿Yo soy muy espiritual?, ¿y tú?". Estuve a punto de decir que, ante la polisemia del término en cuestión, no sabía muy bien qué contestar. Me abstuve, ya que acto seguido hubiera tenido que añadir "como ves, lo que yo soy en realidad es muy pedante". "Yo he logrado unos niveles de bienestar importantes gracias a ciertas prácticas holísticas", continuó. "De hecho, hay quién dice que tengo un aura muy reveladora". Le miré encima de la cabeza, sin intención sarcástica alguna, hice un amago de sonreír, y pronuncié un "es estupendo". "Siento que estoy a un nivel superior", dijo él, palabras que creo provocaron un efecto catártico en mí.
"Mira", le dije, "tenemos un concepto de la espiritualidad algo diferente". "No sé cuál ser el tuyo", dijo de forma, tan súbita, como reiterativa, "pero yo soy muy espiritual". "Es más", continuaba el colega de forma infatigable, "me considero que tengo un nivel de consciencia superior, lo cual me hace muy, pero que muy espiritual". Pensé que iba a ser complicado entenderme con aquel tipo, ni siquiera parecíamos hablar el mismo idioma. Me armé de valor y le dije que, para mí, "la espiritualidad no tiene nada que ver con nada sobrenatural ni místico". "Tiene mucho que ver con la cultura, con el conocimiento, con los valores humanos, incluso con la psicología", dije con cierto vigor dialéctico, pero sin demasiado convencimiento de que llegáramos a algún punto en común. La siguientes palabras que escuché convirtieron mis temores en realidad. "Claro que tiene que ver con el conocimiento", dijo, "tienes que conocer qué significan el chi, la energía, el prana, los chakras…". "Todo eso es cultura a la que tienes que abrirte", frase que pronunció de forma tan tajante que creo que removió todos mis chakras.
"Tienes razón, todo eso forma parte de las diversas culturas", me atreví a espetar. Hizo un amago de interrumpirme, pero fui más rápido, "sin embargo, son sencillamente creencias que la ciencia no ha verificado". Creo que pronuncié la palabra anatema, ya que negó con la cabeza de tal modo, que pensé que se iba a descoyuntar allí mismo. Continué y le mencioné, como manido ejemplo de creencia espiritual, el Dios de las religiones tradicionales. "Ah, no, lo mío no es ninguna religión, no son creencias, ni siquiera creo en un Dios como en el cristianismo…". "Precisamente", le interrumpí yo esta vez, "la religión tradicional la identifica mucha gente con la verdadera espiritualidad". "No, yo me rebelo contra eso, lo mío sí es auténtica espiritualidad", dijo de forma reveladora. Pensé en decirle que lo suyo era un buen pastiche de filosofía oriental de baratillo a gusto del modo occidental, mezclado con la religiosidad de toda la vida de Dios, pero pensé que era demasiado cruel. Pensé que iba a terminar aquella conversación, cuando me espetó que "en cualquier caso, la ciencia no puede explicarlo todo". "Tienes mucha razón", le dije, "la ciencia no puede explicar en absoluto los deseos y las aspiraciones humanas, tomen el camino que tomen". No sé si fue el colofón más aceptable para una ruta senderista con una única dirección.
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