Como ya hemos dicho en otras ocasiones, el nacionalismo no deja de ser una forma de creencia religiosa secularizada. Al igual que la religión, en la que solo hay una y verdadera, el nacionalismo sustituye a la divinidad por el Estado, del cual mana toda ley sagrada; así, podemos ver por parte de muchos españoles, en estos días de enfrentamientos entre creencias nacionalistas, aludir a la Constitución como si fuera la 'verdad revelada' para siempre. Por supuesto, se olvidan los intereses muy terrenales que se encuentran detrás, por parte de una minoría dirigente y privilegiada, por no hablar de la historia reciente de este país (sí, hay que hablar del franquismo, ya que lo que somos en la actualidad es un producto de lo ocurrido en el pasado, muy obvio). Volvamos al nacionalismo, con su lenguaje patriótico, grandilocuente, mítico y redentor, que al igual que la religión, nutre los deseos, ilusiones y personas de los seres humanos dejando a un lado la realidad, que está detrás, de toda opresión política y explotación económica. Este análisis, debería no ser necesario decirlo, es válido tanto para todo Estado consolidado, como es el Reino de España, como para aquellas naciones que aspiran a construirlo, como sería el caso de una República de Cataluña. Un amigo mío, lúcido él como pocos, considera que el nacionalismo ajeno, cuando enerva de forma irracional a tantos es porque tienen otra creencia nacionalista que defender. No podemos estar más de acuerdo cuando apelamos, en nuestra crítica al nacionalismo (a todo nacionalismo) a una visión amplia de las comunidades humanas, cosmopolita y fraternal. Al igual que con la religión, no se trata de decidir cuál es mejor o el verdadera Estado-nación, sino cuestionar si son o no perniciosos al dividir a las personas y encubrír la opresión política.
Como insinuamos anteriormente, la historia es importante para dilucidar la verdad (o, al menos, acercarnos a ella). En este país, se manipula la historia, por unos u otros, o se fomenta el olvido apelando, de nuevo como religión, a temores comunes que no deberían tener demasiado calado en personas concienciadas y decididas. Si se quiere anular el conocimiento sobre la ocurrido recientemente, para consolidar el status quo, qué decir sobre la creación de ese leviatán conocido como Estado-nación. El común de los mortales considera el Estado, si no una deidad a la que adorar, sí una autoridad suprema necesaria para la convivencia social, olvidando que su origen se encuentra en factores perversos como son la conquista, la guerra o los impuestos. Lo que caracteriza el Estado moderno, basado en gran medida en toda la mitología nacionalista, es que ha tenido la capacidad de obtener la lealtad de una mayoría social en base a un sentimiento de pertenencia junto a sanciones e impuestos directos. Así, el Estado moderno, aunque no deja de ser una nueva forma para viejas estructuras autoritarias, no necesita recurrir constantemente a la fuerza o a la amenaza gracias a un consentimiento voluntario de las personas, que se consideran representados por una minoría de dirigentes gracias a parlamentos y asambleas. No se trata de una democracia directa, ya que las decisiones se delegan en otros, lo cual no deja de encubrir una instancia imperativa, como es siempre el Estado, que se encuentra por encima de toda voluntad individual. Insistiremos en que el Estado-nación se sustenta gracias a la creencia de las personas, lo que los expertos llaman un imaginario social: representaciones, imágenes, ideas o valores, que legitiman ese poder centralizado de carácter supremo bien diferenciado de la sociedad civil.
Volvamos a la cuestión de España y Cataluña, dos creencias en un determinado imaginario sociopolítico enfrentadas. Podemos hablar de factores muy concretos, como es la represión del Estado español, apelando a la "ley sagrada" y mostrando así su verdadera faz (lo cual no deja de alimentar la creencia ajena), o la manipulación por parte de la clase dirigente catalana, fomentando durante años el sentimiento mítico-nacionalista de las personas. Igualmente, no hay que simplificar actitudes entre uno u otro imaginario como si fueran creencias irracionales o dogmáticas sin más, ya que unos pueden considerar sinceramente que se está rompiendo la "convivencia social", mientras que otros pueden pensar honestamente que la posibilidad de la "independencia" es una oportunidad para una comunidad mejor. Sin embargo, hay que insistir en la denuncia de tanta falacia si verdaderamente creemos en el cambio social (que nada tiene que ver con lo nacional), muchas veces producto de un pensamiento demasiado simple, y recordar que para una u otra clase dirigente no hay nada mejor que fomentar la creencia en las personas. A pesar los matices, lo que se está fomentando es la creencia en una "soberanía nacional" (consolidada o aspirante a serlo), como si fuera una instancia superior que va a aportar color y contenido a cada vida, cuando la realidad es que se trata de una estructura jerarquizada y autoritaria. Si antes la subordinación era hacia una abstracción llamada Dios, ahora lo es a algo llamado Estado-nación (ya que consideramos ambos conceptos estrechamente relacionados).
¿Es Dios quién da lugar a la religión o al revés? Análogamente, ¿la nación da lugar al Estado a la inversa? Dejemos esas disquisiciones, producto de diversas épocas históricas, para campos que nos son ajenos. Lo cierto es que se acaba fomentado una mítica patriótica, de un tipo o de otro, que acaba enfrentando a las personas refugiándose en creencias dogmáticas, por no hablar de los intereses de minorías privilegiadas que se encuentran detrás de todo edificación "nacional". Así, hay que hablar más bien de credulidad, en lugar ya de creencias, cuando las personas aluden a conceptos como "intereses nacionales", "espíritu nacional" o, todavía más terrible al encubrir la explotación económica, "capital nacional". Como en cualquier creencia religiosa, con su lenguaje trascendente y metafórico, se esconden problemas muy reales, en base a deseos y temores humanos por un lado, y a los privilegios de unos pocos por otro. De ese modo, detrás de toda veleidad nacionalista, una especie de religión secularizada, hay una ambición de poder, el poder centralizado del Estado sobre un territorio, por lo que el imaginario social se alimenta de esa estructura jerarquizada para la que no existen aparentemente alternativas. La realidad es que si el poder se retroalimenta, y afianza en el individuo el sentimiento de ser sometido o de ser sometedor, es posible una cultura que otorgue al ser humano una conciencia diferente, auténticamente liberadora. Una conciencia en la que no exista la posibilidad de dominar o ser dominado, y se sea consciente del potencial creativo de la humanidad junto a una concepción de la libertad y la cultura todo lo amplia posible. En resumen, un nuevo imaginario social, ya que ninguno es necesario y cualquiera es contingente, en el que no se fomente la apropiación por parte de una minoría, en base a creencias míticas de carácter nacional, del poder que debe ser de la sociedad para decidir por sí misma.
Como insinuamos anteriormente, la historia es importante para dilucidar la verdad (o, al menos, acercarnos a ella). En este país, se manipula la historia, por unos u otros, o se fomenta el olvido apelando, de nuevo como religión, a temores comunes que no deberían tener demasiado calado en personas concienciadas y decididas. Si se quiere anular el conocimiento sobre la ocurrido recientemente, para consolidar el status quo, qué decir sobre la creación de ese leviatán conocido como Estado-nación. El común de los mortales considera el Estado, si no una deidad a la que adorar, sí una autoridad suprema necesaria para la convivencia social, olvidando que su origen se encuentra en factores perversos como son la conquista, la guerra o los impuestos. Lo que caracteriza el Estado moderno, basado en gran medida en toda la mitología nacionalista, es que ha tenido la capacidad de obtener la lealtad de una mayoría social en base a un sentimiento de pertenencia junto a sanciones e impuestos directos. Así, el Estado moderno, aunque no deja de ser una nueva forma para viejas estructuras autoritarias, no necesita recurrir constantemente a la fuerza o a la amenaza gracias a un consentimiento voluntario de las personas, que se consideran representados por una minoría de dirigentes gracias a parlamentos y asambleas. No se trata de una democracia directa, ya que las decisiones se delegan en otros, lo cual no deja de encubrir una instancia imperativa, como es siempre el Estado, que se encuentra por encima de toda voluntad individual. Insistiremos en que el Estado-nación se sustenta gracias a la creencia de las personas, lo que los expertos llaman un imaginario social: representaciones, imágenes, ideas o valores, que legitiman ese poder centralizado de carácter supremo bien diferenciado de la sociedad civil.
Volvamos a la cuestión de España y Cataluña, dos creencias en un determinado imaginario sociopolítico enfrentadas. Podemos hablar de factores muy concretos, como es la represión del Estado español, apelando a la "ley sagrada" y mostrando así su verdadera faz (lo cual no deja de alimentar la creencia ajena), o la manipulación por parte de la clase dirigente catalana, fomentando durante años el sentimiento mítico-nacionalista de las personas. Igualmente, no hay que simplificar actitudes entre uno u otro imaginario como si fueran creencias irracionales o dogmáticas sin más, ya que unos pueden considerar sinceramente que se está rompiendo la "convivencia social", mientras que otros pueden pensar honestamente que la posibilidad de la "independencia" es una oportunidad para una comunidad mejor. Sin embargo, hay que insistir en la denuncia de tanta falacia si verdaderamente creemos en el cambio social (que nada tiene que ver con lo nacional), muchas veces producto de un pensamiento demasiado simple, y recordar que para una u otra clase dirigente no hay nada mejor que fomentar la creencia en las personas. A pesar los matices, lo que se está fomentando es la creencia en una "soberanía nacional" (consolidada o aspirante a serlo), como si fuera una instancia superior que va a aportar color y contenido a cada vida, cuando la realidad es que se trata de una estructura jerarquizada y autoritaria. Si antes la subordinación era hacia una abstracción llamada Dios, ahora lo es a algo llamado Estado-nación (ya que consideramos ambos conceptos estrechamente relacionados).
¿Es Dios quién da lugar a la religión o al revés? Análogamente, ¿la nación da lugar al Estado a la inversa? Dejemos esas disquisiciones, producto de diversas épocas históricas, para campos que nos son ajenos. Lo cierto es que se acaba fomentado una mítica patriótica, de un tipo o de otro, que acaba enfrentando a las personas refugiándose en creencias dogmáticas, por no hablar de los intereses de minorías privilegiadas que se encuentran detrás de todo edificación "nacional". Así, hay que hablar más bien de credulidad, en lugar ya de creencias, cuando las personas aluden a conceptos como "intereses nacionales", "espíritu nacional" o, todavía más terrible al encubrir la explotación económica, "capital nacional". Como en cualquier creencia religiosa, con su lenguaje trascendente y metafórico, se esconden problemas muy reales, en base a deseos y temores humanos por un lado, y a los privilegios de unos pocos por otro. De ese modo, detrás de toda veleidad nacionalista, una especie de religión secularizada, hay una ambición de poder, el poder centralizado del Estado sobre un territorio, por lo que el imaginario social se alimenta de esa estructura jerarquizada para la que no existen aparentemente alternativas. La realidad es que si el poder se retroalimenta, y afianza en el individuo el sentimiento de ser sometido o de ser sometedor, es posible una cultura que otorgue al ser humano una conciencia diferente, auténticamente liberadora. Una conciencia en la que no exista la posibilidad de dominar o ser dominado, y se sea consciente del potencial creativo de la humanidad junto a una concepción de la libertad y la cultura todo lo amplia posible. En resumen, un nuevo imaginario social, ya que ninguno es necesario y cualquiera es contingente, en el que no se fomente la apropiación por parte de una minoría, en base a creencias míticas de carácter nacional, del poder que debe ser de la sociedad para decidir por sí misma.
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