Difícil es encontrar los límites para una definición aceptable de
nacionalismo. Sin embargo, sí me parece rechazable la ideología
nacionalista desde una defensa de las libertades individuales y de la
ética cuando parece sostener que lo más importante para el ser humano es
su afiliación nacional, innata en él, provocando, en última instancia,
los mayores sacrificios y actos dignos de ser reprobados en otras
circunstancias, justificados en nombre de la "patria" o la "nación"
(términos que merecerían ser analizados por separado pero que la
historia parece haber unido, haciéndolos intercambiables, quizá con una
connotación sentimental mayor en el caso de la "patria"). Parece obvio
que es el nacionalismo el que inventa la nación y por eso nada tiene de
"natural"; son aquellos que se erigen en líderes nacionalistas y
salvaguardas de las esencias patrias los que recogen y seleccionan las
características identitatarias que les convienen a sus objetivos
políticos, características que poco o nada suelen tener en común con las
de cada individuo en particular y con el pueblo en general; cuando se
habla de nación, no puedo evitar entender que alguna forma de dominación
política se adueña del término.
Se ha añadido en muchas ocasiones un adjetivo a la cuestión nacionalista: "pacífico", "no excluyente"... y es porque el mito de la nación parece ir unido a lo "agresivo", al enfrentamiento entre el "yo colectivo" y "los otros" donde entra en juego la odiosa maquinaria bélica, que reafirma su patriotismo en la existencia de un "enemigo" constante, el cual si no existe habrá que inventarlo. Llegamos a la conclusión de que existe una vinculación entre lo "militar" y lo "nacional" que puede llegar a identificar peligrosamente al individuo y a la comunidad a la que pertenece -así como a la forma de organización social de la misma- con la más extrema concepción del autoritarismo que es el ejército. Tenemos, por lo tanto, un odioso concepto: "la unidad sagrada de la patria", formada por un universo mitológico donde la justicia y racionalidad no tienen por qué tener cabida, o se relegan a un segundo plano ante el empuje de esos mitos que desembocan tarde o temprano en la puesta en marcha de la maquinaria bélica. Cualquier razón, las más de las veces se llamará "defensiva", bastará para la agresión a otras naciones-Estado, invocando seguramente cada una de las partes el nombre de la libertad.
La idea de patria o nación -y el Estado que las vertebra- no deja de ser un concepto cercano a la teología. Como las religiones, los nacionalismos y las naciones pueden ser malos o menos malos, según la deidad a la que se adore, pero todas encierran la falsedad y el despotismo en sus mitos creados artificialmente. Es hora de acudir de nuevo a los clásicos anarquistas, que ya denunciaron el fortalecimiento continuo que hacía la clase dirigente del mito religioso (y extensible al nacional, en su formación estatal) en aras de una supuesta válvula de seguridad para el pueblo. Me apresuraré a releer al viejo Bakunin -aunque seguro que él no hubiera estado totalmente de acuerdo conmigo en la manera de entender la nación, no hay que olvidar que era fundamentalmente un hombre de acción que le llevaba a estar al lado de pueblos oprimidos, frente a alguna forma de imperialismo que él consideraba "naciones"- y su conocida obra Dios y el Estado -insisto, no todos identificarán Estado con nación, yo sí me permito hacerlo-, donde pasó revista a los conceptos teológicos tradicionales vinculándolos con la institucionalización de nuevos mitos -incluso el de la ciencia, la denuncia del autoritarismo no poseía límites en el gigante ruso- al servicio de unos pocos.
Resulta imprescindible denunciar las mitologías nacionales, basadas en supuestas esencias eternas, valores trascendentes o, peor aún, en gestas bélicas. Este razonamiento, por mucho que se maquille con palabras más ajustadas a los nuevos tiempos por parte de los Estados más fuertes y "democráticos", permanece actual, en su vertiente mítica y mixtificadora, independiente incluso del afán globalizador de la economía capitalista. Dentro de las ideas libertarias, librepensadoras, parece una obligación mantenerse fortalecido y coherente con su legado internacionalista, humanista e ilustrado. Algunas escuelas de pensamiento de la antigua Grecia ya exploraron una visión cosmopolita, que luego tendría acomodo en algunos aspectos del período de la Ilustración. Las ideas antiautoritarias asumen con fuerza esta visión de la humanidad como un todo moral, para nada enfrentada al natural amor que los seres humanos puedan tener a la tierra que les vio nacer. De nuevo, mediante un pensamiento auténticamente emancipador, debemos profundizar en los problemas creados artificialmente por los Estados-naciones y sus fronteras políticas, que no tienen nada de "naturales" y que suponen un obstáculo para una verdadera emancipación de la humanidad.
Se ha añadido en muchas ocasiones un adjetivo a la cuestión nacionalista: "pacífico", "no excluyente"... y es porque el mito de la nación parece ir unido a lo "agresivo", al enfrentamiento entre el "yo colectivo" y "los otros" donde entra en juego la odiosa maquinaria bélica, que reafirma su patriotismo en la existencia de un "enemigo" constante, el cual si no existe habrá que inventarlo. Llegamos a la conclusión de que existe una vinculación entre lo "militar" y lo "nacional" que puede llegar a identificar peligrosamente al individuo y a la comunidad a la que pertenece -así como a la forma de organización social de la misma- con la más extrema concepción del autoritarismo que es el ejército. Tenemos, por lo tanto, un odioso concepto: "la unidad sagrada de la patria", formada por un universo mitológico donde la justicia y racionalidad no tienen por qué tener cabida, o se relegan a un segundo plano ante el empuje de esos mitos que desembocan tarde o temprano en la puesta en marcha de la maquinaria bélica. Cualquier razón, las más de las veces se llamará "defensiva", bastará para la agresión a otras naciones-Estado, invocando seguramente cada una de las partes el nombre de la libertad.
La idea de patria o nación -y el Estado que las vertebra- no deja de ser un concepto cercano a la teología. Como las religiones, los nacionalismos y las naciones pueden ser malos o menos malos, según la deidad a la que se adore, pero todas encierran la falsedad y el despotismo en sus mitos creados artificialmente. Es hora de acudir de nuevo a los clásicos anarquistas, que ya denunciaron el fortalecimiento continuo que hacía la clase dirigente del mito religioso (y extensible al nacional, en su formación estatal) en aras de una supuesta válvula de seguridad para el pueblo. Me apresuraré a releer al viejo Bakunin -aunque seguro que él no hubiera estado totalmente de acuerdo conmigo en la manera de entender la nación, no hay que olvidar que era fundamentalmente un hombre de acción que le llevaba a estar al lado de pueblos oprimidos, frente a alguna forma de imperialismo que él consideraba "naciones"- y su conocida obra Dios y el Estado -insisto, no todos identificarán Estado con nación, yo sí me permito hacerlo-, donde pasó revista a los conceptos teológicos tradicionales vinculándolos con la institucionalización de nuevos mitos -incluso el de la ciencia, la denuncia del autoritarismo no poseía límites en el gigante ruso- al servicio de unos pocos.
Resulta imprescindible denunciar las mitologías nacionales, basadas en supuestas esencias eternas, valores trascendentes o, peor aún, en gestas bélicas. Este razonamiento, por mucho que se maquille con palabras más ajustadas a los nuevos tiempos por parte de los Estados más fuertes y "democráticos", permanece actual, en su vertiente mítica y mixtificadora, independiente incluso del afán globalizador de la economía capitalista. Dentro de las ideas libertarias, librepensadoras, parece una obligación mantenerse fortalecido y coherente con su legado internacionalista, humanista e ilustrado. Algunas escuelas de pensamiento de la antigua Grecia ya exploraron una visión cosmopolita, que luego tendría acomodo en algunos aspectos del período de la Ilustración. Las ideas antiautoritarias asumen con fuerza esta visión de la humanidad como un todo moral, para nada enfrentada al natural amor que los seres humanos puedan tener a la tierra que les vio nacer. De nuevo, mediante un pensamiento auténticamente emancipador, debemos profundizar en los problemas creados artificialmente por los Estados-naciones y sus fronteras políticas, que no tienen nada de "naturales" y que suponen un obstáculo para una verdadera emancipación de la humanidad.
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