Aunque no pocas veces las confundimos, "moral" y "ética" no tienen el mismo significado. Moral viene del latín, mos, mores,
que significa "costumbre"; es decir, alude a los hábitos y
comportamientos de los seres humanos y podría definirse como el conjunto
de normas de conducta que se consideran válidas para gran parte de un
población. Ética viene del griego ethos, y puede definirse como
la reflexión acerca de por qué es válida una moral. De ese modo, la
ética es una disciplina filosófica que estudia los fundamentos de la
moral.
Como hemos dicho antes, solemos confundir ambos términos y los convertimos en, prácticamente, intercambiables. La moral nace con la vida social, ya que los seres humanos buscaron unas normas uniformes para ajustar sus conductas y convertir la convivencia en más o menos previsible. Si la moralidad alude a la distinción entre el bien y el mal, esta concepción ha cambiado a lo largo de la historia según las aspiraciones y capacidad de una determinada sociedad. Así, el bien coincide con lo que garantiza la estabilidad y el progreso de una sociedad concreta, mientras que lo que genere enfrentamiento e imposibilite la convivencia será considerado malo. En gran medida, la moralidad es un producto de la sociedad y el individuo acaba interiorizando unos determinados valores estimulando su propia conciencia acerca de lo que es bueno o malo. A lo largo de la historia, las concepciones morales se han ido transformando e incluso existen tantas como sociedades se han creado. Uno de los grandes mitos de las religiones es que exista un moral vinculada a la divinidad y que el ser humano posee una naturaleza ahistórica; así, se mantiene la idea de una ética objetiva no afectada por el paso del tiempo. Habitualmente, la idea de una moral universal y permanente suele coincidir con la de las sociedades del momento, algo que busca la estabilidad mediante el conservadurismo y la tranquilidad existencial; es decir, lo mismo que aportan las religiones: fantasía e ilusión. Sin ánimo de ser categóricos, ya que la mentalidad humana se muestra tantas veces de una complejidad irreducible, son necesarios los cambios en la estructuras socioeconómicas para que se transformen también los valores y la forma de pensar.
Todas las concepciones de las religiones sobre la moralidad son explicables de un modo muy terrenal y humano. Viene al caso el ejemplo usual de la moral sexual, tan restrictiva y reduccionista para la mayoría de las religiones, aunque con visiones diversas al respecto. Como es lógico, la sexualidad humana ha pivotado a lo largo de la historia entre dos extremos: la necesidad de la reproducción y el principio del placer. Es sabido que el cristianismo ha privilegiado siempre la concepción, mientras que de forma curiosa el islam buscó un equilibrio entre ambos polos, aunque siempre primando la sexualidad femenina frente a la femenina. No hace falta ser demasiado progresista, ni tener excesivo sentido común, para ver la sexualidad como una forma de afectividad o de placer carnal, mientras que la reproducción resulta otra cuestión bien diferenciada. La religión no es el único factor que ha conducido a mentalidades y sociedades represivas, por lo que no es bueno tampoco simplificar y jugar a qué hubiera pasado con otro tipo de evolución histórica. Para bien y para mal, el resultado de la historia se ha producido de esta manera, no sabemos qué hubiera sido de no haber aparecido el cristianismo, por mucho que nos gusten algunos aspectos de la Antigua Grecia. Lo importante es comprender que, en gran medida, somos el resultado de unos determinados roles sociales asignados; la historia se modifica, las sociedades cambian y, por lo tanto, la moralidad es susceptible de perfección. Antes de que se produjeran las revoluciones modernas, las religiones se adaptaban perfectamente a la situación social; existía todo un discurso que justificaba las desigualdades sociales, que coincidía con el statu quo, por lo que parecía muy coherente y lógico para una mayoría de la población. Estamos ante uno de los grandes argumentos contra la religión, su resistencia al cambio u oposición directa en tantos casos. Es lógico que así sea, ya que el último espacio de poder que las iglesias tienen es la conciencia moral de cada uno de sus fieles.
Sin embargo, aunque dicho de un modo elemental, existe un enfrentamiento entre dos concepciones de la moral, la absolutista (propia de las religiones) y la relativista (a la que se suele aludir de manera unidimensional, ya que no se aportan matices ni posibilidad de reflexión), pero la realidad suele ser muy diferente. En la práctica, las visiones religiosas, basadas en dogmas y en verdades reveladas, están llenas de profundas contradicciones. Si en tantos momentos se quiere defender la vida humana, por ser un don divino, en no pocas ocasiones se transgrede ese dogma en carne propia o ajena. El caso de la moral sexual y los absurdos ideales ascéticos es otro ejemplo; la triste experiencia nos demuestra que la castidad no es más que una aberración restrictiva. En la realidad, se confirma que la moralidad posee una naturaleza muy humana y relativa, ya que según las circunstancias se favorece un comportamiento u otro. Es más, son las visiones absolutistas, por mucho que invoquen a la moral, las que dan lugar a más problemas, ya que todo acaba estando permitido en aras de un ideal trascendente. La historia nos da muchos ejemplos al respecto; no han sido únicamente las religiones las que han causado sistemas represivos y toda clase de genocidios, pero en cualquier caso se producen en nombre de doctrinas que trascienden el ámbito humano (por lo que pueden verse también como ideas religiosas secularizadas, y no tanto como ausencia de religiosidad). Los líderes religiosos nos advierten una y otra vez sobre los problemas que ocasiona la falta de fe, cuando la realidad apunta hacia todo lo contrario: es la creencia absurda la que da lugar a numerosos problemas y terribles comportamientos. Existen muchos motivos muy humanos que explican las creencias religiosas, es algo en lo que insistiremos con fuerza; nuestra manera de mostrarnos combativos con ellas, en aras del progreso, es dejándolos en evidencia.
Siendo un hecho la inconsistencia de la moralidad y de las éticas religiosas, no poseen ya mucho que aportar sobre la vida social y el desarrollo del ser humano. Aunque existen otros factores explicativos, la existencia de las estructuras religiosas se comprende también por causas socioeconómicas; resulta cuestionable, en cualquier caso, lo que han aportado a la historia de la moralidad, pero lo más importante es que son ya explícitamente un estorbo para el progreso, el bienestar y la justicia social. Naturalmente, no son el único problema, por lo que se insiste una y otra vez en lo necesario de esa moral hipócrita y proteccionista. No existen la moral y la ética religiosas, lo que mismo que resulta francamente cuestionable ponerle otro apelativo, todo nuestro comportamiento se muestra condicionado por la realidad social. Aunque existe gente con la fortaleza intelectual suficiente para escapar a la presión ambiental, tantas veces son fuerzas externas, y no necesariamente coercitivas, las que rigen nuestras vidas. Comprendido esto, hay que insistir siempre en la verificación empírica para interpretar el mundo y la sociedad, siempre en permanente revisión, ya que no existen verdades eternas ni trascendentes. No sé si puede hablarse de una ética atea, tal vez la condición de "anarquista" sea mucho más completa y coherente (no gobernable, basada en la autonomía individual y la solidaridad en la vida social), pero lo que debe estar claro es lo pernicioso de las leyes por encima de la sociedad (políticas o religiosas). En cualquier caso, este texto se ocupaba del ateísmo, una condición positiva que asociamos inmediatamente a una visión progresista en todos los ámbitos. Obviamente, habrá ateos de muy diversas condición, pero con coherencia debería ser una postura más proclive a combatir los atrasos económicos, tantas veces caldo de cultivo del dogmatismo, y a favorecer todo lo que sea una vida feliz. Otro asunto son las anhelos, miedos y fantasías que se encuentran detrás de las religiones; al menos decir que una postura atea debería también aceptar la realidad tal y como es, incluida la finitud de la existencia humana o, precisamente por ello, surgen posturas morales muchos más abiertas y comprensibles.
Como hemos dicho antes, solemos confundir ambos términos y los convertimos en, prácticamente, intercambiables. La moral nace con la vida social, ya que los seres humanos buscaron unas normas uniformes para ajustar sus conductas y convertir la convivencia en más o menos previsible. Si la moralidad alude a la distinción entre el bien y el mal, esta concepción ha cambiado a lo largo de la historia según las aspiraciones y capacidad de una determinada sociedad. Así, el bien coincide con lo que garantiza la estabilidad y el progreso de una sociedad concreta, mientras que lo que genere enfrentamiento e imposibilite la convivencia será considerado malo. En gran medida, la moralidad es un producto de la sociedad y el individuo acaba interiorizando unos determinados valores estimulando su propia conciencia acerca de lo que es bueno o malo. A lo largo de la historia, las concepciones morales se han ido transformando e incluso existen tantas como sociedades se han creado. Uno de los grandes mitos de las religiones es que exista un moral vinculada a la divinidad y que el ser humano posee una naturaleza ahistórica; así, se mantiene la idea de una ética objetiva no afectada por el paso del tiempo. Habitualmente, la idea de una moral universal y permanente suele coincidir con la de las sociedades del momento, algo que busca la estabilidad mediante el conservadurismo y la tranquilidad existencial; es decir, lo mismo que aportan las religiones: fantasía e ilusión. Sin ánimo de ser categóricos, ya que la mentalidad humana se muestra tantas veces de una complejidad irreducible, son necesarios los cambios en la estructuras socioeconómicas para que se transformen también los valores y la forma de pensar.
Todas las concepciones de las religiones sobre la moralidad son explicables de un modo muy terrenal y humano. Viene al caso el ejemplo usual de la moral sexual, tan restrictiva y reduccionista para la mayoría de las religiones, aunque con visiones diversas al respecto. Como es lógico, la sexualidad humana ha pivotado a lo largo de la historia entre dos extremos: la necesidad de la reproducción y el principio del placer. Es sabido que el cristianismo ha privilegiado siempre la concepción, mientras que de forma curiosa el islam buscó un equilibrio entre ambos polos, aunque siempre primando la sexualidad femenina frente a la femenina. No hace falta ser demasiado progresista, ni tener excesivo sentido común, para ver la sexualidad como una forma de afectividad o de placer carnal, mientras que la reproducción resulta otra cuestión bien diferenciada. La religión no es el único factor que ha conducido a mentalidades y sociedades represivas, por lo que no es bueno tampoco simplificar y jugar a qué hubiera pasado con otro tipo de evolución histórica. Para bien y para mal, el resultado de la historia se ha producido de esta manera, no sabemos qué hubiera sido de no haber aparecido el cristianismo, por mucho que nos gusten algunos aspectos de la Antigua Grecia. Lo importante es comprender que, en gran medida, somos el resultado de unos determinados roles sociales asignados; la historia se modifica, las sociedades cambian y, por lo tanto, la moralidad es susceptible de perfección. Antes de que se produjeran las revoluciones modernas, las religiones se adaptaban perfectamente a la situación social; existía todo un discurso que justificaba las desigualdades sociales, que coincidía con el statu quo, por lo que parecía muy coherente y lógico para una mayoría de la población. Estamos ante uno de los grandes argumentos contra la religión, su resistencia al cambio u oposición directa en tantos casos. Es lógico que así sea, ya que el último espacio de poder que las iglesias tienen es la conciencia moral de cada uno de sus fieles.
Sin embargo, aunque dicho de un modo elemental, existe un enfrentamiento entre dos concepciones de la moral, la absolutista (propia de las religiones) y la relativista (a la que se suele aludir de manera unidimensional, ya que no se aportan matices ni posibilidad de reflexión), pero la realidad suele ser muy diferente. En la práctica, las visiones religiosas, basadas en dogmas y en verdades reveladas, están llenas de profundas contradicciones. Si en tantos momentos se quiere defender la vida humana, por ser un don divino, en no pocas ocasiones se transgrede ese dogma en carne propia o ajena. El caso de la moral sexual y los absurdos ideales ascéticos es otro ejemplo; la triste experiencia nos demuestra que la castidad no es más que una aberración restrictiva. En la realidad, se confirma que la moralidad posee una naturaleza muy humana y relativa, ya que según las circunstancias se favorece un comportamiento u otro. Es más, son las visiones absolutistas, por mucho que invoquen a la moral, las que dan lugar a más problemas, ya que todo acaba estando permitido en aras de un ideal trascendente. La historia nos da muchos ejemplos al respecto; no han sido únicamente las religiones las que han causado sistemas represivos y toda clase de genocidios, pero en cualquier caso se producen en nombre de doctrinas que trascienden el ámbito humano (por lo que pueden verse también como ideas religiosas secularizadas, y no tanto como ausencia de religiosidad). Los líderes religiosos nos advierten una y otra vez sobre los problemas que ocasiona la falta de fe, cuando la realidad apunta hacia todo lo contrario: es la creencia absurda la que da lugar a numerosos problemas y terribles comportamientos. Existen muchos motivos muy humanos que explican las creencias religiosas, es algo en lo que insistiremos con fuerza; nuestra manera de mostrarnos combativos con ellas, en aras del progreso, es dejándolos en evidencia.
Siendo un hecho la inconsistencia de la moralidad y de las éticas religiosas, no poseen ya mucho que aportar sobre la vida social y el desarrollo del ser humano. Aunque existen otros factores explicativos, la existencia de las estructuras religiosas se comprende también por causas socioeconómicas; resulta cuestionable, en cualquier caso, lo que han aportado a la historia de la moralidad, pero lo más importante es que son ya explícitamente un estorbo para el progreso, el bienestar y la justicia social. Naturalmente, no son el único problema, por lo que se insiste una y otra vez en lo necesario de esa moral hipócrita y proteccionista. No existen la moral y la ética religiosas, lo que mismo que resulta francamente cuestionable ponerle otro apelativo, todo nuestro comportamiento se muestra condicionado por la realidad social. Aunque existe gente con la fortaleza intelectual suficiente para escapar a la presión ambiental, tantas veces son fuerzas externas, y no necesariamente coercitivas, las que rigen nuestras vidas. Comprendido esto, hay que insistir siempre en la verificación empírica para interpretar el mundo y la sociedad, siempre en permanente revisión, ya que no existen verdades eternas ni trascendentes. No sé si puede hablarse de una ética atea, tal vez la condición de "anarquista" sea mucho más completa y coherente (no gobernable, basada en la autonomía individual y la solidaridad en la vida social), pero lo que debe estar claro es lo pernicioso de las leyes por encima de la sociedad (políticas o religiosas). En cualquier caso, este texto se ocupaba del ateísmo, una condición positiva que asociamos inmediatamente a una visión progresista en todos los ámbitos. Obviamente, habrá ateos de muy diversas condición, pero con coherencia debería ser una postura más proclive a combatir los atrasos económicos, tantas veces caldo de cultivo del dogmatismo, y a favorecer todo lo que sea una vida feliz. Otro asunto son las anhelos, miedos y fantasías que se encuentran detrás de las religiones; al menos decir que una postura atea debería también aceptar la realidad tal y como es, incluida la finitud de la existencia humana o, precisamente por ello, surgen posturas morales muchos más abiertas y comprensibles.
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