Uno
de los más conocidos divulgadores del ateísmo en los últimos años es el
filósofo francés Michel Onfray. Aunque no comulgo con parte de su
estilo incendiario, sí considero que sus puntos de vista son valiosos y
libertarios. La reivindicación es la de una razón decididamente
antirreligiosa y antimetafísica, la cual combata toda tentación de
tranquilidad existencial y no mantenga a las personas en un infantilismo
mental permanente.
Desgraciadamente, el ser humano posee una inclinación hacia la credulidad y la ceguera, a construirse un escenario ficticio aparentemente feliz. La vida está plagada de dificultades y de crueldades, por lo que tantas veces se opta por las fábulas, los mitos y los cuentos para niños, los cuales son ya adultos, cualquier cosa menos aceptar la evidencia de la realidad; los problemas son suprimidos en lugar de hacerles frente, tengan solución o no. Onfray, a pesar de su ataque furibundo a las creencias, es comprensivo con los creyentes, pero en absoluto con los que organizan esos recursos metáfisicos producto de la debilidad de las personas. Precisamente, lo que se denuncia es que los comerciantes de la tranquilidad existencial sustentada en creencias sobrenaturales, dejando a un lado los que directamente buscan simple beneficio económico, ocultan su propia necesidad síquica. Del mismo modo que el psicoanalista puede tratar de curar al prójimo, pero en realidad oculta el tener que preguntarse sobre su propia salud mental, los mediadores entre los dioses y los hombres "imponen su propio mundo para reforzar su conversión día a día".
Se dijo hace ya muchos años: "Cuando una persona sufre delirio lo llamamos locura. Cuando mucha gente sufre el mismo deliro lo llamamos religión". Así es, el problema es cuando la creencia privada se convierte en un asunto público y se pretende organizar la vida a los demás. Los mercaderes de los recursos metafísicos juegan con la pulsión de muerte que es, tal vez, inherente a todos nosotros, de tal manera que acaban pretendiendo el control total de las personas y de la sociedad. Onfray considera que esa pulsión de muerte nunca se supera trabajando sobre lo mágico y lo tenebroso, sino con un trabajo filosófico sobre uno mismo: "El ateísmo no es una terapia, sino salud mental recuperada". De ese modo, se rechazan la fe, las creencias y las fábulas y se acude a la razón y la reflexión.
No hay reparo en acudir a la tradición racionalista que surge de la Ilustración, aunque es aquí donde Onfray se pone más interesante e innovador. Tantas veces se reivindican las luces de la razón ilustrada (Montesquieu, Voltaire, Rousseau, Kant...), precidamente porque son luces presentables, políticamente correctas. Lo que se demandan son luces más intensas y audaces, ya que aquel periodo histórico y el proyecto de la modernidad consecuente eran, como mucho, deístas. Es reivindicable un ala histórica mucho más radical que apuesta decididamente por el materialismo y la sensualidad. No es que en la obra de Kant, por ejemplo, no haya elementos valiosos para acabar con la metafísica occidental, es que el filósofo alemán no se atrevió a ello. Constituyó un progreso la distinción entre dos mundos independientes, los de la fe y la razón, pero continúa pendiente reivindicar la primacía del segundo sobre el primero. De algún modo, al separar los dos mundos, la religión quedó a salvo al no tocar sus pilares: Dios, la inmortalidad del alma, la existencia del libre albedrío...
Hay quien ha etiquetado a Onfray de ateo posmoderno, y no sé si es totalmente acertado. Más bien se trata de una reivindicación innovadora de los postulados de la Ilustración. Se deduce ello de su crítica a Kant, de cuya obra ¿Qué es la Ilustración? reivindica todo: emancipar a los hombres de la minoría de edad, construir los medios para alcanzar esa edad adulta, que cada persona sea consciente de sus capacidades intelectuales, llevar la razón a todos los ámbitos de la vida, tener capacidad crítica y política... Pero lo que rechaza de Kant es esa protección del mundo religioso poniéndolo a salvo de la razón, por lo que hay atacar los mismos pilares de la tradición metafísica: la inexistencia de Dios (del alma y del libre albedrío). No se rechazan las luces de la Ilustración, algo propio tal vez de un autor posmoderno (que relaciona la metáfora de la luz con el deseo de imponerla a los que se mantienen en la oscuridad), sino que se reclaman más y mejores luces (el plural no es casual).
Onfray, en alguna ocasión se ha manifestado como libertario, por lo que solo podemos entender el ateísmo como una parte de la condición libertaria y antiautoritaria. De hecho, Onfray menciona a otros autores posteriores a Kant, como Feuerbach, Nietzsche, Marx y Freud, que aportan mucho para acabar con la religión, pero luego el siglo XX acabará consolidando esa separación real de la razón y de la fe. No obstante, y después de pasar por cierta recuperación de la razón, nos encontraríamos ahora en un terreno nuevo, libre de metafísica, en el que Onfray ofrece su ateología. Recupera un término de George Bataille de 1950, alusivo a una obra suya incompleta, para ofrecer una especie de deconstrucción histórica de la teología. Es una tarea ambiciosa y monumental, en la que hay que apelar a todas las disciplinas humanísticas, para acabar ofreciendo una física de la metafísica: frente a los delirios de la trascendencia, un verdadera teoría de la inmanencia.
Desgraciadamente, el ser humano posee una inclinación hacia la credulidad y la ceguera, a construirse un escenario ficticio aparentemente feliz. La vida está plagada de dificultades y de crueldades, por lo que tantas veces se opta por las fábulas, los mitos y los cuentos para niños, los cuales son ya adultos, cualquier cosa menos aceptar la evidencia de la realidad; los problemas son suprimidos en lugar de hacerles frente, tengan solución o no. Onfray, a pesar de su ataque furibundo a las creencias, es comprensivo con los creyentes, pero en absoluto con los que organizan esos recursos metáfisicos producto de la debilidad de las personas. Precisamente, lo que se denuncia es que los comerciantes de la tranquilidad existencial sustentada en creencias sobrenaturales, dejando a un lado los que directamente buscan simple beneficio económico, ocultan su propia necesidad síquica. Del mismo modo que el psicoanalista puede tratar de curar al prójimo, pero en realidad oculta el tener que preguntarse sobre su propia salud mental, los mediadores entre los dioses y los hombres "imponen su propio mundo para reforzar su conversión día a día".
Se dijo hace ya muchos años: "Cuando una persona sufre delirio lo llamamos locura. Cuando mucha gente sufre el mismo deliro lo llamamos religión". Así es, el problema es cuando la creencia privada se convierte en un asunto público y se pretende organizar la vida a los demás. Los mercaderes de los recursos metafísicos juegan con la pulsión de muerte que es, tal vez, inherente a todos nosotros, de tal manera que acaban pretendiendo el control total de las personas y de la sociedad. Onfray considera que esa pulsión de muerte nunca se supera trabajando sobre lo mágico y lo tenebroso, sino con un trabajo filosófico sobre uno mismo: "El ateísmo no es una terapia, sino salud mental recuperada". De ese modo, se rechazan la fe, las creencias y las fábulas y se acude a la razón y la reflexión.
No hay reparo en acudir a la tradición racionalista que surge de la Ilustración, aunque es aquí donde Onfray se pone más interesante e innovador. Tantas veces se reivindican las luces de la razón ilustrada (Montesquieu, Voltaire, Rousseau, Kant...), precidamente porque son luces presentables, políticamente correctas. Lo que se demandan son luces más intensas y audaces, ya que aquel periodo histórico y el proyecto de la modernidad consecuente eran, como mucho, deístas. Es reivindicable un ala histórica mucho más radical que apuesta decididamente por el materialismo y la sensualidad. No es que en la obra de Kant, por ejemplo, no haya elementos valiosos para acabar con la metafísica occidental, es que el filósofo alemán no se atrevió a ello. Constituyó un progreso la distinción entre dos mundos independientes, los de la fe y la razón, pero continúa pendiente reivindicar la primacía del segundo sobre el primero. De algún modo, al separar los dos mundos, la religión quedó a salvo al no tocar sus pilares: Dios, la inmortalidad del alma, la existencia del libre albedrío...
Hay quien ha etiquetado a Onfray de ateo posmoderno, y no sé si es totalmente acertado. Más bien se trata de una reivindicación innovadora de los postulados de la Ilustración. Se deduce ello de su crítica a Kant, de cuya obra ¿Qué es la Ilustración? reivindica todo: emancipar a los hombres de la minoría de edad, construir los medios para alcanzar esa edad adulta, que cada persona sea consciente de sus capacidades intelectuales, llevar la razón a todos los ámbitos de la vida, tener capacidad crítica y política... Pero lo que rechaza de Kant es esa protección del mundo religioso poniéndolo a salvo de la razón, por lo que hay atacar los mismos pilares de la tradición metafísica: la inexistencia de Dios (del alma y del libre albedrío). No se rechazan las luces de la Ilustración, algo propio tal vez de un autor posmoderno (que relaciona la metáfora de la luz con el deseo de imponerla a los que se mantienen en la oscuridad), sino que se reclaman más y mejores luces (el plural no es casual).
Onfray, en alguna ocasión se ha manifestado como libertario, por lo que solo podemos entender el ateísmo como una parte de la condición libertaria y antiautoritaria. De hecho, Onfray menciona a otros autores posteriores a Kant, como Feuerbach, Nietzsche, Marx y Freud, que aportan mucho para acabar con la religión, pero luego el siglo XX acabará consolidando esa separación real de la razón y de la fe. No obstante, y después de pasar por cierta recuperación de la razón, nos encontraríamos ahora en un terreno nuevo, libre de metafísica, en el que Onfray ofrece su ateología. Recupera un término de George Bataille de 1950, alusivo a una obra suya incompleta, para ofrecer una especie de deconstrucción histórica de la teología. Es una tarea ambiciosa y monumental, en la que hay que apelar a todas las disciplinas humanísticas, para acabar ofreciendo una física de la metafísica: frente a los delirios de la trascendencia, un verdadera teoría de la inmanencia.
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