Tan solo quería acabar mi vespertina taza de café, pero el ruido en aquel local se estaba convirtiendo en insoportable. Al parecer, un televisor de considerable envergadura dedicaba su emisión a uno de los temas candentes de actualidad. Un individuo a mi lado, con la mirada fija en el aparato y visiblemente encrespado, hablaba con un elevado tono de voz sobre lo que consideraba algo inadmisible. El tema en cuestión, dicho con palabras coloquiales, era que una parte de España pretendía separarse y no saber nada ya nada más del resto. Era algo que parecía volver loco a aquel sujeto, que no toleraba en modo alguna dicha secesión. Aunque todos ellos, televisor, tema e individuo, me producían cierto hartazgo, y algo de irritación, no dejé evadirse en primera instancia a mi autocontrol. Aquello solo fue un pobre esbozo de ingenuidad, ya que al alzar la mirada pude ver al tipo mirándome directamente a los ojos.
-Ve usted. ¡Es intolerable lo que quieren los catalanes!
Tras un breve, pero algo tenso, silencio, la buena educación pudo más que el hastío. -Bueno -dije-, no son todos los catalanes tampoco.
-¡Tiene usted toda la razón! -aquello, lamentablemente, pareció embravecer a mi interlocutor-. ¡Son los catalanes nacionalistas los culpables de esta situación!
-No me gustan los nacionalismos -dije, haciendo honor a un lugar común, pero siempre necesario-.
-¡A mí tampoco! -en ese momento, puede ver su reloj de muñeca, en la que podía verse sin ocultación alguna, una pequeña bandera española.
-Cuando digo que no me gustan los nacionalismos, me refiero a TODOS, también al español -reconozco que reuní algo de energía y valor para pronunciar esta frase, por lo que esbocé una sonrisa, que tal vez fue confundida con un asomo de ironía-.
El tipo, de modo perspicaz, giró la muñeca y fijo su vista en el emblema rojigualdo. Tras nuevos segundos de incierto silencio, en los que un gesto adusto se adueñó del tipo, pareció encontrar energías renovadas.
-¿No pensarás que soy un facha por gustarme esta bandera? -de repente, fui tuteado sin pudor alguno-. ¡Ya está bien de identificar nuestra bandera con el pasado!
-Yo no he dicho que usted fuera ningún facha -necesariamente, adverbio que solo utilicé para mis adentros-. Supongo que, simplemente y al margen de significados históricos, para usted ese símbolo es importante, lo identifica con una pertenencia.
-¡Claro! -una palabra que sonó como una especie de hachazo verbal-. Vamos a ver, ¿es que tú no quieres a tu patria?
-Creo que el concepto de patria es demasiado ambiguo como para hablar de amor -es cierto que esta vez sí fui a saco con el sarcasmo, pero es que los lugares comunes, ahora ya sí, comenzaban a producirme hartazgo-.
Como aquel individuo se debatía entre el desconcierto y la ira, decidí continuar antes de que articulara palabra alguna.
-Mire, el nacionalismo o, si lo prefiere, el sentimiento de pertenencia a una nación o patria es una idea relativamente reciente. -No sé si mi afán didáctico hallaba eco en mi interlocutor-. Usted lo ha definido muy bien, es un sentimiento que puede incluso describirse, y perdone la cursilería, como amor.
-Pues sí, señor, puedo decir con orgullo que yo quiero a mi patria -no puedo asegurarlo, pero creo recordar que se golpeó el pecho al pronunciar estas palabras-.
-Sencillamente, para mí es un sentimiento que me es ajeno, lo considero incluso negativo, ya que enfrenta a unas personas con otras…
-¡Vaya ingenuidad! Ese amor por la nación es algo que forma parte de las personas, es algo natural -de nuevo sonreí al escuchar la última palabra, no puedo asegurar que sin intención condescendiente-.
-Yo no creo en absoluto que sea algo natural. Al igual que la religión, es una simple cuestión cultural y geográfica.
-¡No me dirás que también estás en contra de la religión! -como no podía ser de otra manera, aquel tipo era un creyente en todos los aspectos-.
-Yo observo las consecuencias del nacionalismo y las consecuencias de la religión, son los dos factores, inevitablemente unidos a otros económicos, que más conflictos producen en los seres humanos -definitivamente, mi rostro mostraba ya una excesiva solemnidad-.
Mi interlocutor no cesaba de hacer gestos de desaprobación con los brazos. Por momentos, giraba su cabeza de nuevo hacia el televisor, algo que parecía enfurecerle más al verificar que continuaban hablando de la posible secesión catalanista.
-Precisamente, ese conflicto va a acabar sangrando España. ¡Vamos a acabar como en los Balcanes! -creo que sus palabras pretendían estar en consonancia con mis argumentos-. ¡Toda esa gente que quiere la independencia es manipulada por políticos!
-No lo sé, pero si es así habría que pensar que el sentimiento de pertenencia a España es también producto de una manipulación política -aquello no sé si ayudó demasiado a la comprensión dialéctica-. Mira, yo creo que tiene usted razón en parte, pero en mi opinión hay más circunstancias que empujan a la gente a tener esos sentimientos y creencias.
-No todos los sentimientos son aceptables.
-¡Exacto! Mucho menos los que pretenden coaccionar y forzar a los demás. Por los motivos que sean, hay muchas personas en España que no tienen el mismo sentimiento de nación que usted. También hay que pensar otra cuestión, el concepto de nación va unido a la creación de un poder político, el Estado. Si alguna vez se crea el Estado catalán, ello llevará también a muchos problemas internos al estar mucha gente en desacuerdo.
-¡Estado solo hay uno, el español!
-¡Claro! Y Dios solo hay uno y verdadero, que es el que nos han enseñado de pequeños -reconozco que el hombre me lo puso a punto de caramelo-.
-La solución no pasa por pensar que nuestros sentimientos y creencias son los verdaderos. La solución no es un nuevo Estado, por supuesto. Tampoco lo es seguir manteniendo poderes políticos, y sus consecuentes fronteras, que excluyen a otros seres humanos.
-Pero no propones nada, solo hablas de lo que consideras negativo criticando y criticando, bla, bla, bla.
-Algo de razón tiene usted, las palabras y las ideas tienen que ir acompañados de actos. Pero, para buscar alternativas en la práctica, es necesario profundizar y rechazar previamente lo que se considera pernicioso. Antes de buscar soluciones políticas, volvamos a los sentimientos. Yo, en lugar de ese de pertenencia a una nación, tengo un sentimiento internacionalista, lo que antes se llamaba de forma emotiva 'fraternidad universal'.
-¡Vamos, hombre! -no hacía falta ser muy perspicaz para comprender el efecto de mis palabras-. ¡Eres un ingenuo y un utópico!
Por un momento, pensé en analizar el verdadero significado de ambos apelativos, habitualmente empleados de forma peyorativa, pero comprendí que era momento de poner fin a la conversación. El tipo se volvió hacia el televisor continuando con sus aspavientos. Yo pude, al fin, acabar mi taza de café, que se había quedado bastante frío. Como el ambiente.
-Ve usted. ¡Es intolerable lo que quieren los catalanes!
Tras un breve, pero algo tenso, silencio, la buena educación pudo más que el hastío. -Bueno -dije-, no son todos los catalanes tampoco.
-¡Tiene usted toda la razón! -aquello, lamentablemente, pareció embravecer a mi interlocutor-. ¡Son los catalanes nacionalistas los culpables de esta situación!
-No me gustan los nacionalismos -dije, haciendo honor a un lugar común, pero siempre necesario-.
-¡A mí tampoco! -en ese momento, puede ver su reloj de muñeca, en la que podía verse sin ocultación alguna, una pequeña bandera española.
-Cuando digo que no me gustan los nacionalismos, me refiero a TODOS, también al español -reconozco que reuní algo de energía y valor para pronunciar esta frase, por lo que esbocé una sonrisa, que tal vez fue confundida con un asomo de ironía-.
El tipo, de modo perspicaz, giró la muñeca y fijo su vista en el emblema rojigualdo. Tras nuevos segundos de incierto silencio, en los que un gesto adusto se adueñó del tipo, pareció encontrar energías renovadas.
-¿No pensarás que soy un facha por gustarme esta bandera? -de repente, fui tuteado sin pudor alguno-. ¡Ya está bien de identificar nuestra bandera con el pasado!
-Yo no he dicho que usted fuera ningún facha -necesariamente, adverbio que solo utilicé para mis adentros-. Supongo que, simplemente y al margen de significados históricos, para usted ese símbolo es importante, lo identifica con una pertenencia.
-¡Claro! -una palabra que sonó como una especie de hachazo verbal-. Vamos a ver, ¿es que tú no quieres a tu patria?
-Creo que el concepto de patria es demasiado ambiguo como para hablar de amor -es cierto que esta vez sí fui a saco con el sarcasmo, pero es que los lugares comunes, ahora ya sí, comenzaban a producirme hartazgo-.
Como aquel individuo se debatía entre el desconcierto y la ira, decidí continuar antes de que articulara palabra alguna.
-Mire, el nacionalismo o, si lo prefiere, el sentimiento de pertenencia a una nación o patria es una idea relativamente reciente. -No sé si mi afán didáctico hallaba eco en mi interlocutor-. Usted lo ha definido muy bien, es un sentimiento que puede incluso describirse, y perdone la cursilería, como amor.
-Pues sí, señor, puedo decir con orgullo que yo quiero a mi patria -no puedo asegurarlo, pero creo recordar que se golpeó el pecho al pronunciar estas palabras-.
-Sencillamente, para mí es un sentimiento que me es ajeno, lo considero incluso negativo, ya que enfrenta a unas personas con otras…
-¡Vaya ingenuidad! Ese amor por la nación es algo que forma parte de las personas, es algo natural -de nuevo sonreí al escuchar la última palabra, no puedo asegurar que sin intención condescendiente-.
-Yo no creo en absoluto que sea algo natural. Al igual que la religión, es una simple cuestión cultural y geográfica.
-¡No me dirás que también estás en contra de la religión! -como no podía ser de otra manera, aquel tipo era un creyente en todos los aspectos-.
-Yo observo las consecuencias del nacionalismo y las consecuencias de la religión, son los dos factores, inevitablemente unidos a otros económicos, que más conflictos producen en los seres humanos -definitivamente, mi rostro mostraba ya una excesiva solemnidad-.
Mi interlocutor no cesaba de hacer gestos de desaprobación con los brazos. Por momentos, giraba su cabeza de nuevo hacia el televisor, algo que parecía enfurecerle más al verificar que continuaban hablando de la posible secesión catalanista.
-Precisamente, ese conflicto va a acabar sangrando España. ¡Vamos a acabar como en los Balcanes! -creo que sus palabras pretendían estar en consonancia con mis argumentos-. ¡Toda esa gente que quiere la independencia es manipulada por políticos!
-No lo sé, pero si es así habría que pensar que el sentimiento de pertenencia a España es también producto de una manipulación política -aquello no sé si ayudó demasiado a la comprensión dialéctica-. Mira, yo creo que tiene usted razón en parte, pero en mi opinión hay más circunstancias que empujan a la gente a tener esos sentimientos y creencias.
-No todos los sentimientos son aceptables.
-¡Exacto! Mucho menos los que pretenden coaccionar y forzar a los demás. Por los motivos que sean, hay muchas personas en España que no tienen el mismo sentimiento de nación que usted. También hay que pensar otra cuestión, el concepto de nación va unido a la creación de un poder político, el Estado. Si alguna vez se crea el Estado catalán, ello llevará también a muchos problemas internos al estar mucha gente en desacuerdo.
-¡Estado solo hay uno, el español!
-¡Claro! Y Dios solo hay uno y verdadero, que es el que nos han enseñado de pequeños -reconozco que el hombre me lo puso a punto de caramelo-.
-La solución no pasa por pensar que nuestros sentimientos y creencias son los verdaderos. La solución no es un nuevo Estado, por supuesto. Tampoco lo es seguir manteniendo poderes políticos, y sus consecuentes fronteras, que excluyen a otros seres humanos.
-Pero no propones nada, solo hablas de lo que consideras negativo criticando y criticando, bla, bla, bla.
-Algo de razón tiene usted, las palabras y las ideas tienen que ir acompañados de actos. Pero, para buscar alternativas en la práctica, es necesario profundizar y rechazar previamente lo que se considera pernicioso. Antes de buscar soluciones políticas, volvamos a los sentimientos. Yo, en lugar de ese de pertenencia a una nación, tengo un sentimiento internacionalista, lo que antes se llamaba de forma emotiva 'fraternidad universal'.
-¡Vamos, hombre! -no hacía falta ser muy perspicaz para comprender el efecto de mis palabras-. ¡Eres un ingenuo y un utópico!
Por un momento, pensé en analizar el verdadero significado de ambos apelativos, habitualmente empleados de forma peyorativa, pero comprendí que era momento de poner fin a la conversación. El tipo se volvió hacia el televisor continuando con sus aspavientos. Yo pude, al fin, acabar mi taza de café, que se había quedado bastante frío. Como el ambiente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario