Había algo especialmente frío y agobiante ya a primera hora de aquella mañana. El periódico no invitaba tampoco a la tranquilidad existencial. Los titulares reincidían en una mediocre y mezquina clase política. El sistema económico, una y otra vez, relegaba a gran parte de los seres humanos a la más pura indigencia. Una mueca hosca y áspera se dibuja en mi rostro de forma inevitable. Cuando, como cada día, iba a coger el autobús para dirigirme al trabajo, algo tomó una deriva inesperada. Aquello que estaba frente a mí no pertenecía a la Empresa Municipal de Transportes. No. Era igualmente un vehículo, pero parecía conducir a una dimensión desconocida. Contradiciendo a aquellos que me acusan de estar cerrado a explicaciones alternativas, pensé en la teoría cuántica. Si existen universos paralelos, era el momento de comprobarlo.
Cuando entré en aquel mundo extraño, enseguida contrasté con los seres que lo poblaban. Todos ellos vestían ropajes y símbolos llamativos, mientras que ninguno se privaba de una amplia sonrisa en su cara. Mi cuerpo había accedido a una nueva dimensión. No así mi conciencia. A pesar de mi esfuerzo por ser agradable, mi gesto hosco estaba presente. Aquellas gentes trataron, en todo momento, de que adoptara su misma actitud. "Tienes que ser positivo, amigo", no paraban de repetir. "De acuerdo", les contesté de forma amable. No obstante, insistí en saber más sobre aquel mundo, en profundizar en la cosas. "Tal vez, ustedes en su mundo han llegado a un nivel de perfección y felicidad, que les hace adoptar esa actitud", traté de explicarme. "Amigo, nosotros tenemos la filosofía del pensamiento positivo", obtuve por respuesta. "La realidad cambia gracias a lo que nosotros pensamos, creemos y deseamos", concluyó alguno de ellos sin dejar de mostrar un gesto boyante que empezaba a resultarme sospechoso.
Como yo, supuestamente, me encontraba en una dimensión alternativa, de algún universo paralelo, decidí mostrarme receptivo. Es decir, tal vez las leyes naturales imperantes en la realidad que yo conocía no tuvieran allí cabida. Tal vez en ese fantástico mundo, era tan sencillo como adoptar un superficial júbilo para que el cosmos conspirara a tu favor desterrando los mayores problemas y las peores enfermedades. Craso error. La realidad, en aquellos lares, era tan penosa como en cualquier otro universo. Miento. Era mucho más terrible, ya que parecía haberse evitado, definitivamente, todo esfuerzo para modificar la realidad mediante el conocimiento científico. Esa filosofía del pensamiento positivo, basado en la máxima de "querer es poder transformar la realidad" y con la bandera de una simple y amplia sonrisa, había permeado todo los ámbitos de la vida. Los habitantes de aquel universo alternativo semejaban una especie de infantes determinados por su propio capricho y, a modo de creencia, por una voluntad ultrapoderosa.
Patologías de todo tipo, físicas y psíquicas, proliferaban por doquier en aquella tierra. Por supuesto, enmascaradas, pero alimentadas a la vez, por aquella externa e insustancial actitud calificada de positiva y mal sustantivada como filosofía o pensamiento. Este, convertido en un modo de vida, había generado las más diversas y disparatadas teorías alternativas. Todas ellas con el objetivo de tranquilizar y hacer sonreír al personal, ajenas a una realidad estudiada con atención y racionalidad. No tardé mucho en descubrir que el sistema económico reinante en aquel sitio me era igualmente muy familiar. El ánimo de lucro de una minoría, con el objetivo de que la mayoría consuma y se muestre externamente feliz. El habitual comercio, material y espiritual, con las muchas necesidades y carencias de los seres humanos. Cuando traté de explicarme ante aquellos seres, cuando trate de hacerles ver sobre conceptos como la reflexión, la crítica, la conciencia o el conocimiento científico, la reacción fue notable. La amplia sonrisa y el tono exageradamente amable desaparecieron ipso-facto en todos y cada uno de ellos. Aproveché que pasó otro vehículo cuántico para abandonar un lugar que ya me era hostil. Cuando pisé mi propia dimensión, decidí seguir alimentando mi conciencia con la más feroz de las críticas, con la comprensión de las deficientes estructuras sociopolíticas y económicas que habíamos creado los seres humanos. La realidad no me gustaba en muchos aspectos, muchas cosas podían cambiar gracias a ese conocimiento.
Cuando entré en aquel mundo extraño, enseguida contrasté con los seres que lo poblaban. Todos ellos vestían ropajes y símbolos llamativos, mientras que ninguno se privaba de una amplia sonrisa en su cara. Mi cuerpo había accedido a una nueva dimensión. No así mi conciencia. A pesar de mi esfuerzo por ser agradable, mi gesto hosco estaba presente. Aquellas gentes trataron, en todo momento, de que adoptara su misma actitud. "Tienes que ser positivo, amigo", no paraban de repetir. "De acuerdo", les contesté de forma amable. No obstante, insistí en saber más sobre aquel mundo, en profundizar en la cosas. "Tal vez, ustedes en su mundo han llegado a un nivel de perfección y felicidad, que les hace adoptar esa actitud", traté de explicarme. "Amigo, nosotros tenemos la filosofía del pensamiento positivo", obtuve por respuesta. "La realidad cambia gracias a lo que nosotros pensamos, creemos y deseamos", concluyó alguno de ellos sin dejar de mostrar un gesto boyante que empezaba a resultarme sospechoso.
Como yo, supuestamente, me encontraba en una dimensión alternativa, de algún universo paralelo, decidí mostrarme receptivo. Es decir, tal vez las leyes naturales imperantes en la realidad que yo conocía no tuvieran allí cabida. Tal vez en ese fantástico mundo, era tan sencillo como adoptar un superficial júbilo para que el cosmos conspirara a tu favor desterrando los mayores problemas y las peores enfermedades. Craso error. La realidad, en aquellos lares, era tan penosa como en cualquier otro universo. Miento. Era mucho más terrible, ya que parecía haberse evitado, definitivamente, todo esfuerzo para modificar la realidad mediante el conocimiento científico. Esa filosofía del pensamiento positivo, basado en la máxima de "querer es poder transformar la realidad" y con la bandera de una simple y amplia sonrisa, había permeado todo los ámbitos de la vida. Los habitantes de aquel universo alternativo semejaban una especie de infantes determinados por su propio capricho y, a modo de creencia, por una voluntad ultrapoderosa.
Patologías de todo tipo, físicas y psíquicas, proliferaban por doquier en aquella tierra. Por supuesto, enmascaradas, pero alimentadas a la vez, por aquella externa e insustancial actitud calificada de positiva y mal sustantivada como filosofía o pensamiento. Este, convertido en un modo de vida, había generado las más diversas y disparatadas teorías alternativas. Todas ellas con el objetivo de tranquilizar y hacer sonreír al personal, ajenas a una realidad estudiada con atención y racionalidad. No tardé mucho en descubrir que el sistema económico reinante en aquel sitio me era igualmente muy familiar. El ánimo de lucro de una minoría, con el objetivo de que la mayoría consuma y se muestre externamente feliz. El habitual comercio, material y espiritual, con las muchas necesidades y carencias de los seres humanos. Cuando traté de explicarme ante aquellos seres, cuando trate de hacerles ver sobre conceptos como la reflexión, la crítica, la conciencia o el conocimiento científico, la reacción fue notable. La amplia sonrisa y el tono exageradamente amable desaparecieron ipso-facto en todos y cada uno de ellos. Aproveché que pasó otro vehículo cuántico para abandonar un lugar que ya me era hostil. Cuando pisé mi propia dimensión, decidí seguir alimentando mi conciencia con la más feroz de las críticas, con la comprensión de las deficientes estructuras sociopolíticas y económicas que habíamos creado los seres humanos. La realidad no me gustaba en muchos aspectos, muchas cosas podían cambiar gracias a ese conocimiento.
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