sábado, 9 de febrero de 2019

Teorías de la conspiración

En alguna ocasión, polemizando sobre las teorías de la conspiración, o dicho (muy) despectivamente, conspiranoias, el asunto ha tomado un cariz ya habitual en este tipo de discusiones.

Usualmente, desechamos de un plumazo estas teorías, ya que las asociamos de modo simplista con poco menos que delirios de amantes de grupos ocultos que aspiran a dominar el mundo. Es tan sencillo como que, hablemos de conspiraciones o de cualquier otro asunto, es necesario guiarnos por evidencias y pruebas. Habrá personas que tiendan a un extremo o al contrario, y aquí hay que ser autocríticos con nuestra propia tendencia (que, lo han adivinado ustedes, es la ferozmente escéptica). Lo usual es que el ser humano racionalice, apartando las pruebas que contradicen lo que piensa y reforzando las que lo confirman. Esto es aplicable a cualquier análisis y deberíamos recordarlo siempre con ese mencionado, y tantas veces ausente, afán autocrítico.


Centrémonos en las teorías de la conspiración. Hay que recordar que una cosa son las simples y llanas conspiraciones, bien habituales en la historia de la humanidad, y otra muy distinta aquellas teorías que abundan en poderosos e influyentes grupos secretos. Es decir, cuando tenemos evidencias de ciertos hechos, más o menos sorprendentes, con el objeto de lograr un determinado fin, podemos denominarlo meramente "conspiración" o "complot". En cambio, si ya empezamos a enredar la madeja en el análisis de los hechos, sin tener una justificación y unas pruebas sólidas, aportando conjeturas y suposiciones (más que argumentos), entonces podemos denominarlo "teoría de la conspiración". No todo el mundo estará de acuerdo, pero sería una manera de empezar a entendernos: si hay pruebas sólidas, llamemoslo directamente conspiraciones (probadas).

¿Por qué nos gusta tanto creer que existen teorías de la conspiración? La evidencia dice, extendiendo el asunto también a otros terrenos, que el ser humano tiene un gusto por "lo extraordinario". Esto, que podría ser algo más sólido y profundo, a menudo es pensar que las apariencias ocultan la realidad, que la Historia viene determinada por cosas que desconocemos o que no hay nada sujeto al azar. Es una visión previa, si se quiere, demasiado elemental, pero es siempre algo a tener en cuenta, ese gusto por lo extraordinario anulando toda posibilidad de un análisis epistémico (esto es, que indague y profundice en las circunstancias). En cualquier caso, aunque existan explicaciones psicológicas que explican nuestra tendencia a creer en lo extraordinario, en este caso las teorías de la conspiración, es necesario atender siempre a la evidencia y crear un terreno satisfactorio.

Recordemos, en primer lugar, la Navaja de Ockham: dicho de manera simple, viene a decir que la explicación más sencilla en igualdad de condiciones suele ser la más probable, que no es necesario crear entes ni explicaciones extraordinarias. Bien, la Navaja de marras, habitualmente mencionada en el mundo escéptico y crítico, es tal vez un buen punto de partida, pero grotescamente simple si la llevamos a un extremo. Más profundo parece ser acudir a una correcta metodología: saber si las pruebas sobre la existencia de la teoría están bien construidas, comprobar la evidencia que prueba o refuta y construir una buena metodología al respecto. Otra cuestión habitualmente mencionada, para tratar de verificar lo plausible o no de la teoría conspirativa, es la cuestión de los delatores; es decir, el número de personas que acaben filtrando los secretos presentes en dicha teoría, máxime en este mundo en el que la información fluye con facilidad.

Espero que se entienda, con toda esta verborrea, que no se niega en absoluto la existencia de conspiraciones, que las ha habido, y las habrá, y de mucha envergadura (aunque, no siempre exitosas). Simplemente, tratamos de separar el grano de paja. Karl Popper llegó a decir, y resulta plausible, que el éxito de los regímenes totalitarios ha estado fundado en ciertas teorías conspirativas, como es el caso del racismo contra los judíos, que abundaban en la paranoia. Como es sabido, Popper propuso la llamada falsabilidad, importante en el mundo científico, según la cual una hipótesis o propuesta puede demostrarse falsa mediante la experiencia; si no es posible, entonces hablamos de algo ajeno a la ciencia (la idea de Dios es el ejemplo paradigmático de hipótesis falsable). Hay teorías de la conspiración basadas en hechos que son falsables, mientras que a menudo muchas otros son difíciles de evaluar por no poder localizarse en el tiempo ni el lugar (ergo, como no es falsable, la teoría no es científica).

No obstante, hay quien ha señalado que esa tendencia (escéptica) a coger como ejemplo teorías de la conspiración que rayan en lo irrisorio puede ocultar que hay otras que resultan tener una base sólida. El ejemplo más obvio es el del asesinato de J.F. Kennedy, que a día de hoy no estaría explicado satisfactoriamente y algunas pruebas parecen evidenciar la existencia de la conspiración (aunque, desconocemos si protagonizada por los soviéticos, la CIA, Fidel Castro o alguien más original). Otros clásicos de las teorías de la conspiración son el 11-S: un misil habría impactado en el Pentágono, no un avión, y las Torres Gemelas habrían sido dinamitadas. En España, tenemos nuestra propia versión conspiranoica, con los atentados del 11-M, pero como cabría esperar con su buena ración de caspa y no poca ruindad política y mediática. Personalmente, precisamente en beneficio de la crítica al sistema político y económico en el que vivimos, pediría rigor y método en el análisis de los hechos conspirativos. La evidencia nos demuestra la iniquidad y miseria de los responsables sin tener que acudir a teorías extraordinarias.

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