Uno de los rasgos más peculiares del sistema capitalista es la
aparente contradicción entre un sujeto que parece movido por su propio
interés, cuando la realidad es que se subordina a causas que le
sobrepasan. Erich Fromm, uno de los grandes analistas de la sociedad contemporánea, concluye que el hombre moderno no obra en
interés de su propio "yo", sino del "yo social", que está constituido
por el papel que se espera que desempeñe el individuo. Ese "yo social"
vendría a ser un disfraz subjetivo de la función social objetiva que el
sistema asigna a cada individuo. Se produce una mutilación del yo real
en beneficio del yo social; parece haber una constante reafirmacion del
yo en el hombre moderno, cuando en verdad se ha producido un
debilitamiento de la personalidad total y se la reduce solo a
determinadas facultades. Si bien la apariencia es que el hombre moderno
ha conquistado la naturaleza, la sociedad no ejerce una fiscalización de
esas fuerzas que ella misma ha creado. La racionalidad técnica se
emplea en los sistemas de producción, mientras que la irracionalidad
abunda en las funciones sociales, con el resultado de que el destino de
las personas esté sujeto a elementos como el paro o las crisis
periódicas. Si en épocas anteriores el sentimiento de insignificancia e
impotencia lo tenía el hombre respecto a la divinidad (de forma
consciente), ahora se produce igualmente en un sistema que mantiene,
además, ilusiones contrarias.
Otro concepto clave de la tesis de Erich Fromm es la abstracción, que puede considerarse una característica del desarrollo cultural de la humanidad, y la subordinación del hombre hacia ella. Podemos relacionarnos con el objeto de dos maneras: en su plena concreción, apareciendo con todas sus cualidades específicas y sin que haya otro objeto totalmente igual a él; y de manera abstracta, teniendo en cuenta solo las cualidades que tiene en común con otros objetos del mismo género, acentuándose siempre ciertas cualidades e ignorando otras. Esta polaridad es imprescindible para una relación plena y productiva con un objeto, para percibirlo tanto en su singularidad como en su generalidad. Pero, en la cultura contemporánea, esa polaridad ha abierto el camino a una referencia casi exclusiva a las cualidades abstractas de las cosas y de las personas y al consecuente olvido de nuestra relación con su concreción y singularidad. Se ha producido un proceso de abstracción en el que las realidades concretas se han convertido en fantasmas que representan cantidades diferentes, no cualidades diferentes. Las cosas se estiman como mercancías, como representaciones de valor de cambio, incluso cuando se ha terminado una transacción económica. En esta actitud "abstractificante" y "cuantificante", Fromm pone ejemplos, no solo de cosas, también de fenómenos en los que el sufrimiento humano es importante y, finalmente, incluso las personas se convierten en encarnaciones de un valor de cambio.
Este proceso de "abstractificación" tendría raíces muy profundas, que se remontan a los orígenes de la edad moderna, en donde se habría producido una disolución de todo cuadro concreto de referencia en el proceso de la vida. Hasta entonces, el mundo natural y social del hombre era manejable, no se había perdido su concreción y precisión. El peligro se inicia con la ruptura con las ataduras tradicionales, con el desarrollo del pensamiento científico y con los descubrimientos técnicos. Los genocidios de la edad contemporánea se producen ya de manera abstracta, apretando un botón y sin contacto alguno con la gente que sufre, no hay relación aparente entre el ejecutor y su acto. Si se produjera una situación concreta en la que se provoca el sufrimiento humano, puede darse una reacción de conciencia común a todos los seres humanos normales. Fromm afirma que la ciencia, los negocios y la política han perdido todos los fundamentos y proporciones que hagan sentir humanamente. El hombre se muestra perdido en un torbellino, originalmente creado por él, en el que nada es concreto y nada parece real.
Como hemos dicho ya, Fromm considera que el resultado central de los efectos del capitalismo sobre la personalidad es el fenómeno de la enajenación. Hablamos de ello cuando la persona se siente respecto a sí misma como un extraño, sus actos no le pertenecen y las consecuencias de los mismos han pasado a ser amos suyos, se subordina a ellos e incluso los idolatra. Puede decirse que hablamos de un proceso de “cosificación”, en el que la persona no se relaciona productivamente consigo misma ni con el mundo exterior. Antiguamente, las palabras "enajenación" o "alienación" se referían a la locura, a la persona desequilibrada por completo. Como ya hemos apuntado con anterioridad, en el siglo XIX Marx y Engels utilizaron esas palabras, no ya como una forma de locura, sino como un estado en el que la persona actúa razonablemente en asuntos prácticos, pero constituye una desviación socialmente moldeada en la que los propios actos se han convertido en "una fuerza extraña situada sobre él y contra él, en vez de ser gobernada por él". Pero Fromm nos recuerda una acepción mucho más antigua, referida en el Antiguo Testamento con el nombre de "idolatría".
La idolatría, tal y como sostiene la tradición, sería la situación en que el hombre invierte sus energías y creatividad en fabricar un ídolo, para después adorarlo y verter sus fuerzas vitales en esa "cosa". El ídolo no es ya el resultado de un esfuerzo productivo, sino algo exterior al hombre y por encima de él, al que acaba sometiéndose. La enajenación es el ídolo como representación de las fuerzas vitales del hombre. Todas las religiones desembocan en este concepto de idolatría que explica Fromm, el hombre proyecta sus capacidades en la deidad y no las siente ya como suyas, en un proceso de difícil reversión. Toda subordinación puede considerarse un acto de enajenación e idolatría. Pero el fenómeno idolátrico no se produce solo en un plano sobrenatural, tantas veces lo adorado de ese modo es una persona (en el terreno personal, en el amor, o en el sociopolítico, con el jefe o el Estado y, es posible también afirmar, en el vulgar caso de los ídolos deportivos). En este caso, el ser alienado proyecta todo su sentimiento, su fuerza y su pensamiento en la otra persona, sintiéndola como un superior. No se concibe al otro, ni a sí mismo, como un ser humano en su realidad y se ve al "superior" como portador de potencias humanas productivas. En la teoría de Rousseau, y en el totalitarismo posterior, el individuo renuncia a todos sus derechos y los proyecta en el Estado como único árbitro. Se rinde culto, en plena enajenación, a alguna clase de ídolo: Estado, clase, partido, grupo...
También puede hablarse de idolatría y enajenación, no solo en relación a otra persona, también en relación a uno mismo. Cuando uno se somete a pasiones irracionales, como el ansia de poder, ya no se siente con las cualidades y limitaciones de un ser humano, sino que se convierte en esclavo de un impulso parcial proyectado en objetivos externos y capaz de someterle. Aunque se tenga la sensación de hacer lo que se quiere, la persona es arrastrada por fuerzas independientes de ella, se siente una extraña para sí misma y para los demás. Lo común a todo fenómeno idolátrico (a una deidad, a un jefe, al Estado…) es la enajenación, el hombre no es ya un portador activo de sus propias capacidades y riquezas, sino una "cosa" reducida dependiente de poderes externos en los que ha proyectado su fuerza vital. Fromm insiste en que la enajenación forma parte de la historia de la humanidad, aunque difiera de una cultura a otra en su especificidad y en su amplitud. En la sociedad moderna, todas las cosas que el hombre ha creado han acabado situándose por encima de él y no es ya el creador y el centro de las mismas, sino su servidor. La definición más acertada sería que el ser humano, enajenado de sí mismo, se enfrenta con sus propias fuerzas, encarnadas en cosas que él mismo ha producido.
En este escenario, en un proceso avanzado de industrialización, el trabajador se encuentra despojado de su derecho a pensar y a moverse libremente. Apatía o regresión psíquica, son los resultados de acabar con la creatividad, con la curiosidad y con la independencia de ideas en el trabajador. Pero Fromm también atribuye a los jefes o directores un papel enajenador; a pesar de manejar presuntamente el todo de la producción, se muestran enajenados del producto como cosa concreta y útil. Director y obrero tratan con monstruos impersonales, un descomunal gobierno político y económico, que determina sus actividades. El fenómeno más significativo de una cultura enajenada es el de la burocratización. Los burócratas, políticos o económicos, se relacionan de modo impersonal con las personas, las manipulan como si fueran cifras o cosas. Los directores al servicio de la burocracia son inevitables en un contexto en el que el individuo se enfrenta a una vasta organización y a una extrema división del trabajo que le impide observar el conjunto y cooperar de forma espontánea y orgánica con sus semejantes. Antiguamente, los jefes fundaban su autoridad en un orden divino; en el capitalismo moderno, el papel de los burócratas se considera sagrado al escapársele al individuo singular el funcionamiento de las cosas. La exacerbación de esta situación de burocratización, como fenómeno de una cultura enajenada, se dio en los Estados totalitarios, pero permanece en el Estado democrático y en el mundo de los negocios del capitalismo. Por muy libre que se considere uno en una situación personal, como es el caso de los pequeños propietarios, se sigue formando parte de un mundo enajenado, en los aspectos económicos y sociopolíticos a nivel general.
En Occidente al menos, Fromm quiere ver la historia marcada por dos tendencias contradictorias, identificadas con la evolución de la "libertad de" a la "libertad para", que corren paralelas y, tantas veces, entrelazadas. Han existido periodos donde ha tenido más peso una concepción positiva de la libertad, definida por la fuerza y dignidad del ser. En la fase última del capitalismo, monopolista, las dos tendencias sufrieron cambios y predominaron los factores que tienden a debilitar el yo individual. Si bien "la libertad de", en la que se pierden las ataduras tradicionales, parece incrementarse, las posibilidades de lograr éxito individual se restringen para la mayoría y su destino depende de un pequeño grupo que maneja los hilos. La situación se convierte en más desigual que nunca, y aunque el pequeño y mediano hombre de negocios trata de continuar obteniendo beneficios y de preservar su independencia, la amenaza de los poderes abrumadores del capital le hacen más inseguro e impotente. Por su parte, el trabajador es tan solo un engranaje, de mayor o menor envergadura, de una imponente maquinaria que le impone su ritmo, que escapa a su control y ante la cual se siente pequeño e insignificante.
Otro concepto clave de la tesis de Erich Fromm es la abstracción, que puede considerarse una característica del desarrollo cultural de la humanidad, y la subordinación del hombre hacia ella. Podemos relacionarnos con el objeto de dos maneras: en su plena concreción, apareciendo con todas sus cualidades específicas y sin que haya otro objeto totalmente igual a él; y de manera abstracta, teniendo en cuenta solo las cualidades que tiene en común con otros objetos del mismo género, acentuándose siempre ciertas cualidades e ignorando otras. Esta polaridad es imprescindible para una relación plena y productiva con un objeto, para percibirlo tanto en su singularidad como en su generalidad. Pero, en la cultura contemporánea, esa polaridad ha abierto el camino a una referencia casi exclusiva a las cualidades abstractas de las cosas y de las personas y al consecuente olvido de nuestra relación con su concreción y singularidad. Se ha producido un proceso de abstracción en el que las realidades concretas se han convertido en fantasmas que representan cantidades diferentes, no cualidades diferentes. Las cosas se estiman como mercancías, como representaciones de valor de cambio, incluso cuando se ha terminado una transacción económica. En esta actitud "abstractificante" y "cuantificante", Fromm pone ejemplos, no solo de cosas, también de fenómenos en los que el sufrimiento humano es importante y, finalmente, incluso las personas se convierten en encarnaciones de un valor de cambio.
Este proceso de "abstractificación" tendría raíces muy profundas, que se remontan a los orígenes de la edad moderna, en donde se habría producido una disolución de todo cuadro concreto de referencia en el proceso de la vida. Hasta entonces, el mundo natural y social del hombre era manejable, no se había perdido su concreción y precisión. El peligro se inicia con la ruptura con las ataduras tradicionales, con el desarrollo del pensamiento científico y con los descubrimientos técnicos. Los genocidios de la edad contemporánea se producen ya de manera abstracta, apretando un botón y sin contacto alguno con la gente que sufre, no hay relación aparente entre el ejecutor y su acto. Si se produjera una situación concreta en la que se provoca el sufrimiento humano, puede darse una reacción de conciencia común a todos los seres humanos normales. Fromm afirma que la ciencia, los negocios y la política han perdido todos los fundamentos y proporciones que hagan sentir humanamente. El hombre se muestra perdido en un torbellino, originalmente creado por él, en el que nada es concreto y nada parece real.
Como hemos dicho ya, Fromm considera que el resultado central de los efectos del capitalismo sobre la personalidad es el fenómeno de la enajenación. Hablamos de ello cuando la persona se siente respecto a sí misma como un extraño, sus actos no le pertenecen y las consecuencias de los mismos han pasado a ser amos suyos, se subordina a ellos e incluso los idolatra. Puede decirse que hablamos de un proceso de “cosificación”, en el que la persona no se relaciona productivamente consigo misma ni con el mundo exterior. Antiguamente, las palabras "enajenación" o "alienación" se referían a la locura, a la persona desequilibrada por completo. Como ya hemos apuntado con anterioridad, en el siglo XIX Marx y Engels utilizaron esas palabras, no ya como una forma de locura, sino como un estado en el que la persona actúa razonablemente en asuntos prácticos, pero constituye una desviación socialmente moldeada en la que los propios actos se han convertido en "una fuerza extraña situada sobre él y contra él, en vez de ser gobernada por él". Pero Fromm nos recuerda una acepción mucho más antigua, referida en el Antiguo Testamento con el nombre de "idolatría".
La idolatría, tal y como sostiene la tradición, sería la situación en que el hombre invierte sus energías y creatividad en fabricar un ídolo, para después adorarlo y verter sus fuerzas vitales en esa "cosa". El ídolo no es ya el resultado de un esfuerzo productivo, sino algo exterior al hombre y por encima de él, al que acaba sometiéndose. La enajenación es el ídolo como representación de las fuerzas vitales del hombre. Todas las religiones desembocan en este concepto de idolatría que explica Fromm, el hombre proyecta sus capacidades en la deidad y no las siente ya como suyas, en un proceso de difícil reversión. Toda subordinación puede considerarse un acto de enajenación e idolatría. Pero el fenómeno idolátrico no se produce solo en un plano sobrenatural, tantas veces lo adorado de ese modo es una persona (en el terreno personal, en el amor, o en el sociopolítico, con el jefe o el Estado y, es posible también afirmar, en el vulgar caso de los ídolos deportivos). En este caso, el ser alienado proyecta todo su sentimiento, su fuerza y su pensamiento en la otra persona, sintiéndola como un superior. No se concibe al otro, ni a sí mismo, como un ser humano en su realidad y se ve al "superior" como portador de potencias humanas productivas. En la teoría de Rousseau, y en el totalitarismo posterior, el individuo renuncia a todos sus derechos y los proyecta en el Estado como único árbitro. Se rinde culto, en plena enajenación, a alguna clase de ídolo: Estado, clase, partido, grupo...
También puede hablarse de idolatría y enajenación, no solo en relación a otra persona, también en relación a uno mismo. Cuando uno se somete a pasiones irracionales, como el ansia de poder, ya no se siente con las cualidades y limitaciones de un ser humano, sino que se convierte en esclavo de un impulso parcial proyectado en objetivos externos y capaz de someterle. Aunque se tenga la sensación de hacer lo que se quiere, la persona es arrastrada por fuerzas independientes de ella, se siente una extraña para sí misma y para los demás. Lo común a todo fenómeno idolátrico (a una deidad, a un jefe, al Estado…) es la enajenación, el hombre no es ya un portador activo de sus propias capacidades y riquezas, sino una "cosa" reducida dependiente de poderes externos en los que ha proyectado su fuerza vital. Fromm insiste en que la enajenación forma parte de la historia de la humanidad, aunque difiera de una cultura a otra en su especificidad y en su amplitud. En la sociedad moderna, todas las cosas que el hombre ha creado han acabado situándose por encima de él y no es ya el creador y el centro de las mismas, sino su servidor. La definición más acertada sería que el ser humano, enajenado de sí mismo, se enfrenta con sus propias fuerzas, encarnadas en cosas que él mismo ha producido.
En este escenario, en un proceso avanzado de industrialización, el trabajador se encuentra despojado de su derecho a pensar y a moverse libremente. Apatía o regresión psíquica, son los resultados de acabar con la creatividad, con la curiosidad y con la independencia de ideas en el trabajador. Pero Fromm también atribuye a los jefes o directores un papel enajenador; a pesar de manejar presuntamente el todo de la producción, se muestran enajenados del producto como cosa concreta y útil. Director y obrero tratan con monstruos impersonales, un descomunal gobierno político y económico, que determina sus actividades. El fenómeno más significativo de una cultura enajenada es el de la burocratización. Los burócratas, políticos o económicos, se relacionan de modo impersonal con las personas, las manipulan como si fueran cifras o cosas. Los directores al servicio de la burocracia son inevitables en un contexto en el que el individuo se enfrenta a una vasta organización y a una extrema división del trabajo que le impide observar el conjunto y cooperar de forma espontánea y orgánica con sus semejantes. Antiguamente, los jefes fundaban su autoridad en un orden divino; en el capitalismo moderno, el papel de los burócratas se considera sagrado al escapársele al individuo singular el funcionamiento de las cosas. La exacerbación de esta situación de burocratización, como fenómeno de una cultura enajenada, se dio en los Estados totalitarios, pero permanece en el Estado democrático y en el mundo de los negocios del capitalismo. Por muy libre que se considere uno en una situación personal, como es el caso de los pequeños propietarios, se sigue formando parte de un mundo enajenado, en los aspectos económicos y sociopolíticos a nivel general.
En Occidente al menos, Fromm quiere ver la historia marcada por dos tendencias contradictorias, identificadas con la evolución de la "libertad de" a la "libertad para", que corren paralelas y, tantas veces, entrelazadas. Han existido periodos donde ha tenido más peso una concepción positiva de la libertad, definida por la fuerza y dignidad del ser. En la fase última del capitalismo, monopolista, las dos tendencias sufrieron cambios y predominaron los factores que tienden a debilitar el yo individual. Si bien "la libertad de", en la que se pierden las ataduras tradicionales, parece incrementarse, las posibilidades de lograr éxito individual se restringen para la mayoría y su destino depende de un pequeño grupo que maneja los hilos. La situación se convierte en más desigual que nunca, y aunque el pequeño y mediano hombre de negocios trata de continuar obteniendo beneficios y de preservar su independencia, la amenaza de los poderes abrumadores del capital le hacen más inseguro e impotente. Por su parte, el trabajador es tan solo un engranaje, de mayor o menor envergadura, de una imponente maquinaria que le impone su ritmo, que escapa a su control y ante la cual se siente pequeño e insignificante.
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