El hinduismo, como es sabido, es una religión aparentemente politeísta, es decir, con infinidad de deidades. No obstante, y sin ánimo de profundizar en el asunto, es algo muy matizable, ya que en realidad el hinduismo recoge diversas religiones y tradiciones. Además, en el fondo, se dice que es una creencia monoteísta, ya que cada deidad es una personificación del único y verdadero Dios.
Al margen de que se trate de una serie de creencias con mucho donde elegir y cierto margen doctrinario (no se engañen, el dogma siempre está detrás), lo más detestable del hinduismo es que se trata del origen del sistema de castas en la India. Como siempre, la religión es poco o nada liberadora a nivel personal (más allá del consuelo que uno quiera buscar en toda suerte de creencias), y sí profundamente reaccionaria. Pero no es exactamente de la religión hinduista de lo que quiero hablar hoy. Desde hace un tiempo, tengo como vecinos a una familia india, muy religiosos, tal y como hicieron ver al poco de llegar a la comunidad.
De la noche a la mañana, encima de la puerta del piso de esta familia, pude ver a altas horas de la mañana una especie de inscripción hecha a mano, con pintura roja intensa para más señas, lo cual aumentó mi estupor y, hay que decirlo, es posible que me recorriera cierto aire de escalofrío al tratarse de altas horas de la madrugada. Al día siguiente, tuve ocasión de hablar con la mujer india, por lo que no perdí la ocasión de preguntarle sobre aquellas extrañas palabras escritas en sánscrito (expresado así, no deja de parecer una historia de terror de bajo perfil). Como no podía ser de otro modo, me aclaró con cierto gesto de sorpresa que se trataba de una oración. Le respondí que me parecía muy bien, con sumo respeto si se quiere, pero que nos había pintarrajeado la escalera, un espacio común.
La pintada hinduista no tardó en desaparecer, aunque muy pronto otro símbolo religioso apareció en la puerta de nuestros amigos de la India, esta vez sí, en un lugar privado. Esta vez se trataba de algo muy identificable para el común de los mortales: una pequeña esvástica. Desgraciadamente, una mayoría de personas en Occidente no identifica dicho símbolo con la tradición hinduista, y sí con un régimen político criminal, y alguna que otra explicación tuve que dar al respecto a otras gentes que pasaban por allí con ojos como platos.
Otra anécdota relacionada con mis amigos hindús tiene que ver también con los rituales religiosos. El caso es que cierto día me encontré a otra vecina en la escalera, con una expresión extraña en su rostro y con una actitud de no saber si entrar en su casa o salir huyendo. La buena mujer no paraba de oír desde su vivienda, justo debajo de los vecinos indios, cierto sonido misterioso emitido seguramente por bocas humanas y repetido una y otra vez. Como uno no tiene el oído demasiado fino, escuché con atención, y efectivamente, aquello era cierto.
Inmediatamente, tranquilicé a mi otra vecina y le aclaré que seguramente aquello no era ningún ritual satánico, ni nada parecido, sino alguna especie de mantra, parte importante de la práctica hinduista para meditar, para orar, para adorar a la divinidad de turno o para vaya usted a saber qué (para mis adentros, no descarté tampoco que trataran de adorar a alguna deidad maléfica, pero eso me lo callé). Como mis palabras no parecían convencerla, ni tranquilizarla del todo, argumenté que las creencias de otras culturas siempre nos parecen absurdas y terribles, mientras que no aplicamos el mismo criterio a las nuestras. Con seguridad, continué, a estas personas provenientes de una cultura oriental una religión occidental que tiene como símbolo un instrumento de tortura y ejecución, el cual se alaba en rituales colectivos no menos tenebrosos, seguramente también les daba más bien espanto. Mi vecina es profundamente católica y, todavía no sé muy por qué, se indignó con mis palabras.
Como colofón, de momento, a mis aventuras con la cultura hindú, recientemente he tenido ocasión de departir amigablemente con mi vecino hindú. El caso es que la cuestión religiosa ya había salido en alguna otra conversación, y uno había dejado bien claro que es un convencido ateo y pertinaz racionalista; cada uno hace gala de sus creencias y, cómo no, también de sus no creencias. Pues bien, mi amigo indio me habló de unos extraños ruidos que oye, él y su familia, a altas horas de la madrugada. Como uno es sumamente ingenuo, además de un pertinaz racionalista, ni se le pasa por la cabeza, con esta edad y a estas alturas, atribuir a nada extraño los muchos ruidos que se producen en las viviendas. Siempre recuerdo, algo que conté a mi vecino, una anécdota de unos extraños sonidos que se producían durante toda la noche en cierto piso, parecía algo que recorría el suelo; la explicación no tardó en llegar, alguien se dedica a prepararse unas oposiciones de madrugada, que debía ser de las desquiciantes, y para calmarse a modo de manía personal jugaba cada rato con unas canicas por el suelo.
A mi vecino hindú no le convenció explicación alguna. En el transcurso de la conversación ya le había dejado claro que de mi casa no podían provenir los ruidos, ya que me considero una persona tranquila que tiene además un sueño profundo; si acaso, no era descartable que mis cuatro compañeros de piso, de la especie felina, pudieran organizar alguna jarana de vez en cuando. Mi interlocutor, de manera categórica, negó que los animales pudieran producir dichas perturbaciones. Ante mi asombro, terminó por decirme que se trataba de espíritus, sin ningún lugar a dudas, y que provenían de mi casa. No había ningún asomo de humor ni de ironía en las palabras de me vecino; al contrario que en su rostro, en el mío sí se dibujó inmediatamente cierta sonrisa pensando que solo podía tratarse de una broma. No obstante, aquella noche les comuniqué a mis gatos que se mantuvieran alerta. Solo por si acaso, no vaya a ser que exista toda suerte de espíritus y deidades. Y es que un ateo, y pertinaz racionalista, no debe ser nunca categórico en sus negaciones. Sí, es sarcasmo.
Al margen de que se trate de una serie de creencias con mucho donde elegir y cierto margen doctrinario (no se engañen, el dogma siempre está detrás), lo más detestable del hinduismo es que se trata del origen del sistema de castas en la India. Como siempre, la religión es poco o nada liberadora a nivel personal (más allá del consuelo que uno quiera buscar en toda suerte de creencias), y sí profundamente reaccionaria. Pero no es exactamente de la religión hinduista de lo que quiero hablar hoy. Desde hace un tiempo, tengo como vecinos a una familia india, muy religiosos, tal y como hicieron ver al poco de llegar a la comunidad.
De la noche a la mañana, encima de la puerta del piso de esta familia, pude ver a altas horas de la mañana una especie de inscripción hecha a mano, con pintura roja intensa para más señas, lo cual aumentó mi estupor y, hay que decirlo, es posible que me recorriera cierto aire de escalofrío al tratarse de altas horas de la madrugada. Al día siguiente, tuve ocasión de hablar con la mujer india, por lo que no perdí la ocasión de preguntarle sobre aquellas extrañas palabras escritas en sánscrito (expresado así, no deja de parecer una historia de terror de bajo perfil). Como no podía ser de otro modo, me aclaró con cierto gesto de sorpresa que se trataba de una oración. Le respondí que me parecía muy bien, con sumo respeto si se quiere, pero que nos había pintarrajeado la escalera, un espacio común.
La pintada hinduista no tardó en desaparecer, aunque muy pronto otro símbolo religioso apareció en la puerta de nuestros amigos de la India, esta vez sí, en un lugar privado. Esta vez se trataba de algo muy identificable para el común de los mortales: una pequeña esvástica. Desgraciadamente, una mayoría de personas en Occidente no identifica dicho símbolo con la tradición hinduista, y sí con un régimen político criminal, y alguna que otra explicación tuve que dar al respecto a otras gentes que pasaban por allí con ojos como platos.
Otra anécdota relacionada con mis amigos hindús tiene que ver también con los rituales religiosos. El caso es que cierto día me encontré a otra vecina en la escalera, con una expresión extraña en su rostro y con una actitud de no saber si entrar en su casa o salir huyendo. La buena mujer no paraba de oír desde su vivienda, justo debajo de los vecinos indios, cierto sonido misterioso emitido seguramente por bocas humanas y repetido una y otra vez. Como uno no tiene el oído demasiado fino, escuché con atención, y efectivamente, aquello era cierto.
Inmediatamente, tranquilicé a mi otra vecina y le aclaré que seguramente aquello no era ningún ritual satánico, ni nada parecido, sino alguna especie de mantra, parte importante de la práctica hinduista para meditar, para orar, para adorar a la divinidad de turno o para vaya usted a saber qué (para mis adentros, no descarté tampoco que trataran de adorar a alguna deidad maléfica, pero eso me lo callé). Como mis palabras no parecían convencerla, ni tranquilizarla del todo, argumenté que las creencias de otras culturas siempre nos parecen absurdas y terribles, mientras que no aplicamos el mismo criterio a las nuestras. Con seguridad, continué, a estas personas provenientes de una cultura oriental una religión occidental que tiene como símbolo un instrumento de tortura y ejecución, el cual se alaba en rituales colectivos no menos tenebrosos, seguramente también les daba más bien espanto. Mi vecina es profundamente católica y, todavía no sé muy por qué, se indignó con mis palabras.
Como colofón, de momento, a mis aventuras con la cultura hindú, recientemente he tenido ocasión de departir amigablemente con mi vecino hindú. El caso es que la cuestión religiosa ya había salido en alguna otra conversación, y uno había dejado bien claro que es un convencido ateo y pertinaz racionalista; cada uno hace gala de sus creencias y, cómo no, también de sus no creencias. Pues bien, mi amigo indio me habló de unos extraños ruidos que oye, él y su familia, a altas horas de la madrugada. Como uno es sumamente ingenuo, además de un pertinaz racionalista, ni se le pasa por la cabeza, con esta edad y a estas alturas, atribuir a nada extraño los muchos ruidos que se producen en las viviendas. Siempre recuerdo, algo que conté a mi vecino, una anécdota de unos extraños sonidos que se producían durante toda la noche en cierto piso, parecía algo que recorría el suelo; la explicación no tardó en llegar, alguien se dedica a prepararse unas oposiciones de madrugada, que debía ser de las desquiciantes, y para calmarse a modo de manía personal jugaba cada rato con unas canicas por el suelo.
A mi vecino hindú no le convenció explicación alguna. En el transcurso de la conversación ya le había dejado claro que de mi casa no podían provenir los ruidos, ya que me considero una persona tranquila que tiene además un sueño profundo; si acaso, no era descartable que mis cuatro compañeros de piso, de la especie felina, pudieran organizar alguna jarana de vez en cuando. Mi interlocutor, de manera categórica, negó que los animales pudieran producir dichas perturbaciones. Ante mi asombro, terminó por decirme que se trataba de espíritus, sin ningún lugar a dudas, y que provenían de mi casa. No había ningún asomo de humor ni de ironía en las palabras de me vecino; al contrario que en su rostro, en el mío sí se dibujó inmediatamente cierta sonrisa pensando que solo podía tratarse de una broma. No obstante, aquella noche les comuniqué a mis gatos que se mantuvieran alerta. Solo por si acaso, no vaya a ser que exista toda suerte de espíritus y deidades. Y es que un ateo, y pertinaz racionalista, no debe ser nunca categórico en sus negaciones. Sí, es sarcasmo.
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