Siempre se nos ha vendido que la religión viene a ser un proceso natural, de alguna manera necesario a nivel individual y social. Ahora, un nuevo estudio, publicado en Universidad de Cambridge sugiere que el ateísmo puede ser tan natural como la propia creencia religiosa. La idea de que, de alguna manera, el ser humano está predeterminado por la religión, de que ve viene a ser una "configuración por defecto, se viene abajo. Así, las personas en la Antigüedad no siempre creían en dioses y pudieron desenvolverse y medrar en aquellas sociedades politeístas. Así lo sostiene Tim Whitmarsh, profesor de Cultura Griega y miembro del St. John's College de la Universidad de Cambridge. Según este estudio, el ateísmo no sería necesariamente un fenómeno moderno, sino que se desarrolló notablemente en el mundo antiguo, especialmente en las sociedades griegas y en la Roma precristiana.
De esta manera, son dos habituales suposiones las que se refutan: la de que el ateísmo es propio de la modernidad y la que considera que la religión es un fenómeno universal y lo seres humanos están de alguna manera predispuestos para la creencia en dioses. El libro de Whitmars, llamado Battling the Gods, se presentó en Cambridge a mediados de febrero. Según el mismo, las primeras sociedades humanas eran mucho más capaces de mantener el ateísmo, dentro de lo que se consideraban parámetros normales, que muchas posteriores. Si el ateo moderno suele aludir a la razón científica para cuestionar la creencia religiosa, aquellos primeros ateos planteaban objeciones universales sobre la naturaleza paradójica de la religión (es decir, la aceptación de elementos no intuitivos en el mundo conocido). Como esta actitud se produce hace ya miles de años, habría que pensar que el escepticismo crítico y la incredulidad han existido siempre en todas las culturas humanas.
Están los escritos sobre ateísmo de Jenófanes de Colofón (570-475 a.c.), contemporáneos al judaísmo de la era del segundo templo, y por supuesto muy anteriores al cristianismo. El propio Platón también aludía en sus textos a que la visión de los ateos propios de su tiempo no era la primera en la historia de la humanidad. Con la obra de Whitmarsh trata de enriquecerse un debate, en el que la historia del ateísmo parece haber tenido notables carencias, para igualar ambos polos: si el argumento de los creyentes ha solido ser su supuesto universalismo (creer parecía ser algo inherente), ahora la actitud opuesto puede colocarse al mismo nivel. Sin embargo, con lógica y sensatez, Whitmars sostiene que ninguna de esas perspectivas es cierta. Siempre han existido creyentes y no creyentes, sin que ello demuestro categóricamente nada, ambas actitudes son contingentes; el auténtico debate sería entonces qué actitud es la mejor para la humanidad.
El esceptismo y la incredulidad se remontan a miles de años y fue especialmente gracias a la pluralidad presente en la Antigua Grecia, que no existiese entonces una ortodoxia religiosa. En aquellas sociedades, no se veía a los ateos como moralmente equivocados y la mayor parte de las veces se toleraba su opinión. Whitmarsh defiende que los ateos antiguos tuvieron continuidad en la historia y siguieron indagando sobre las grandes preguntas que, a día de hoy, todavía se sigue haciendo mucha gente; es el caso, por ejemplo, de la presencia del mal en el mundo. Como es sabido, los primeros filósofos trataron de explicar los fenómenos naturales si aludir a los dioses e incluso hubo alguno que criticó abiertamente la causalidad divina. Destacan en la Antigüedad los epicúreos, que sostenían que no existía predeterminación alguna en la vida humana y que los dioses no ejercían ningún control sobre la misma. Con este ateísmo antiguo acabó, oficialmente, el absolutismo religioso monoteísta, en el siglo IV de la era cristiana. Los últimos años del Imperio romano, ya cristiano, supusieron la persecución de toda actitud herética. Es tiempo de recuperar el debate y apostar por una pluralidad cultural donde tenga mucho que decir la actitud escéptica y crítica.
De esta manera, son dos habituales suposiones las que se refutan: la de que el ateísmo es propio de la modernidad y la que considera que la religión es un fenómeno universal y lo seres humanos están de alguna manera predispuestos para la creencia en dioses. El libro de Whitmars, llamado Battling the Gods, se presentó en Cambridge a mediados de febrero. Según el mismo, las primeras sociedades humanas eran mucho más capaces de mantener el ateísmo, dentro de lo que se consideraban parámetros normales, que muchas posteriores. Si el ateo moderno suele aludir a la razón científica para cuestionar la creencia religiosa, aquellos primeros ateos planteaban objeciones universales sobre la naturaleza paradójica de la religión (es decir, la aceptación de elementos no intuitivos en el mundo conocido). Como esta actitud se produce hace ya miles de años, habría que pensar que el escepticismo crítico y la incredulidad han existido siempre en todas las culturas humanas.
Están los escritos sobre ateísmo de Jenófanes de Colofón (570-475 a.c.), contemporáneos al judaísmo de la era del segundo templo, y por supuesto muy anteriores al cristianismo. El propio Platón también aludía en sus textos a que la visión de los ateos propios de su tiempo no era la primera en la historia de la humanidad. Con la obra de Whitmarsh trata de enriquecerse un debate, en el que la historia del ateísmo parece haber tenido notables carencias, para igualar ambos polos: si el argumento de los creyentes ha solido ser su supuesto universalismo (creer parecía ser algo inherente), ahora la actitud opuesto puede colocarse al mismo nivel. Sin embargo, con lógica y sensatez, Whitmars sostiene que ninguna de esas perspectivas es cierta. Siempre han existido creyentes y no creyentes, sin que ello demuestro categóricamente nada, ambas actitudes son contingentes; el auténtico debate sería entonces qué actitud es la mejor para la humanidad.
El esceptismo y la incredulidad se remontan a miles de años y fue especialmente gracias a la pluralidad presente en la Antigua Grecia, que no existiese entonces una ortodoxia religiosa. En aquellas sociedades, no se veía a los ateos como moralmente equivocados y la mayor parte de las veces se toleraba su opinión. Whitmarsh defiende que los ateos antiguos tuvieron continuidad en la historia y siguieron indagando sobre las grandes preguntas que, a día de hoy, todavía se sigue haciendo mucha gente; es el caso, por ejemplo, de la presencia del mal en el mundo. Como es sabido, los primeros filósofos trataron de explicar los fenómenos naturales si aludir a los dioses e incluso hubo alguno que criticó abiertamente la causalidad divina. Destacan en la Antigüedad los epicúreos, que sostenían que no existía predeterminación alguna en la vida humana y que los dioses no ejercían ningún control sobre la misma. Con este ateísmo antiguo acabó, oficialmente, el absolutismo religioso monoteísta, en el siglo IV de la era cristiana. Los últimos años del Imperio romano, ya cristiano, supusieron la persecución de toda actitud herética. Es tiempo de recuperar el debate y apostar por una pluralidad cultural donde tenga mucho que decir la actitud escéptica y crítica.
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