Seguramente
de modo injusto, pero tengo un gran pavor a cualquier ventanilla
gobernada por un funcionario. Cuando me acerqué a aquella, mis temores
no remitieron al comprobar un rostro en el que parecía dibujarse una
mueca de hartazgo. Por encima de aquellos ojos que me interrogaban podía
leerse un letrero que rezaba MEMORIA HISTÓRICA. Me adelanté a su
pregunta cuando le dije lo que quería, aclarar algunas cuestiones sobre
la historia reciente del país. El trabajador del Estado me dijo, antes
de apenas articular palabra, que todo lo referente ya se había publicado
en el Boletín Oficial. Además, añadió, lo más importante era que en la
actualidad estábamos en democracia. Mi gesto de sorpresa debió ser tal,
que el funcionario llegó a mostrar una sonrisa de triunfo. Le detallé
que quería saber, en primer lugar, todo lo referente al siglo XX: los
atrasos del país, las grandes desigualdades, las dictaduras, la
República, los intentos de reforma social, los motivos para la Guerra
Civil…
El dueño de la ventanilla mutó su sonrisa en un gesto de extrañeza. Me espetó que podía, perfectamente, buscar mi propia documentación en instancias ajenas al Estado. Le dije que seguro, pero que yo quería una explicación oficial. Volvió a repetir que teníamos mucha suerte de estar en democracia y, creo recordar que fueron sus palabras exactas, que había que echar tierra sobre la Guerra Civil y la dictadura. Esta vez fui yo el que no puede evitar una sonrisa, pero inevitablemente acompañada de aspavientos. Cuando, con tono enérgico, acerté a decir que precisamente los que iniciaron aquel conflicto lo hicieron contra los mínimos requisitos democráticos, la cosa se puso delicada. Otro funcionario acudió en socorro de su compañero y me acusó de algo así como querer resucitar el enfrentamiento entre las dos Españas. A pesar de que el lugar común rayaba ya en lo ridículo, le dije que nada más lejos de mi intención, que consideraba que la nación era sagrada e indivisible. Por mí, todos los españoles, no importaba el grado de estulticia, ignorancia o mala intención, podían caminar de la mano.
Reconozco que me pasé un poquito con el sarcasmo. Afortunadamente, las miradas no agreden por sí solas o, de lo contrario, aquellos tipos ya se hubieron ensañado conmigo. Un tercer trabajador del Estado quiso poner calma. Eso sí, su discurso no difería excesivamente del de sus colegas. Aseguró que las personas de este país quieren olvidar los motivos de un conflicto entre hermanos y a aquellos que lo provocaron. Mis movimientos corporales empezaba a ser síntoma de algo cercano a la desesperación. Tras cierto baile estólido de mi cabeza, acerté a decir que la memoria es, precisamente, algo esencial para cada persona. Gracias a ella, moldeamos la conciencia y enriquecemos nuestra identidad. Uno de los dos tipos anteriores, que no había perdido ni un ápice de furor en su medida, me preguntó algo parecido a si era un intelectual provocador. Miren, continué, ignorando aquello, si queremos comprender nuestro presente y preparar un mejor horizonte para el futuro, hay que aprender sobre el pasado. Esto es así, digo yo, en este país llamado España y en cualquier otro lugar del mundo.
Mi discurso no parecía hacer demasiada mella en ninguno, aunque el más razonable pareció mostrarse conciliador. Trato de usar otras palabras, pero vino a decir más de lo mismo. Actualmente, en España hay libertad y no debemos desenterrar las heridas del pasado. Haciendo un homenaje más a los estereotipos, añadió que no debemos seguir insistiendo en esas visiones extremistas de uno u otro color. A pesar del tono cordial, se me estaban empezando a inflar algunas partes del cuerpo. Le dije que no sabía a qué color aludía, que lo que yo quería era saber y profundizar. Creo que alguno de ellos llegó a decir que, efectivamente, yo era un radical. El más amable miró a su compañero y a continuación aclaró que él trabaja, precisamente, en otro departamento relacionado. Miré hacia el lugar que señaló y pude leer, sobre la ventanilla, la palabra IDEOLOGÍAS.
Me frotaba la barbilla con gesto de extrañeza, cuando aquel hombre me aclaró que hoy en día ya no existe aquello que daba nombre al departamento donde trabajaba. Empezaba a entender la situación kafkiana. Dos departamentos del Estado, uno llamado MEMORIA para decir a la gente que tiene que olvidar, y otro denominado IDEOLOGÍA para aclarar que ya se extinguieron. Creo que, antes de articular palabra, balbuceé algo sin demasiado pudor. Finalmente, acerté a decir que cómo no iban a existir las ideologías, cómo podían sostener eso. No hablamos de uno u otro color en lo político, rojos, azules o grisáceos, sino de que TODO es ideología en las sociedades humanas. No solo en lo político, lo económico, lo religioso, lo cultural en general… El que no comprende cómo funcionan las ideologías, en suma cuáles son nuestros valores y creencias, está desprovisto de las herramientas para pensar por sí mismo.
Aquellos trabajadores del Estado volvieron a enrocarse. Me acusaron de ser un intelectual trasnochado, se congratularon de que no existan ya apenas extremistas y, una vez más, como si la simple repetición otorgara razón, de que hubiera una mayoría dispuesta a olvidar. Hastiado ya de intercambio inútil de proyectiles verbales, pero también con una profunda sensación de terror, pensé que tal vez sí existía una mayoría en el país. Una mayoría, profundamente indefensa, que deja que otros piensen y decidan en su lugar, en perfecta disposición para caer en manos de viejos o nuevos demagogos.
El dueño de la ventanilla mutó su sonrisa en un gesto de extrañeza. Me espetó que podía, perfectamente, buscar mi propia documentación en instancias ajenas al Estado. Le dije que seguro, pero que yo quería una explicación oficial. Volvió a repetir que teníamos mucha suerte de estar en democracia y, creo recordar que fueron sus palabras exactas, que había que echar tierra sobre la Guerra Civil y la dictadura. Esta vez fui yo el que no puede evitar una sonrisa, pero inevitablemente acompañada de aspavientos. Cuando, con tono enérgico, acerté a decir que precisamente los que iniciaron aquel conflicto lo hicieron contra los mínimos requisitos democráticos, la cosa se puso delicada. Otro funcionario acudió en socorro de su compañero y me acusó de algo así como querer resucitar el enfrentamiento entre las dos Españas. A pesar de que el lugar común rayaba ya en lo ridículo, le dije que nada más lejos de mi intención, que consideraba que la nación era sagrada e indivisible. Por mí, todos los españoles, no importaba el grado de estulticia, ignorancia o mala intención, podían caminar de la mano.
Reconozco que me pasé un poquito con el sarcasmo. Afortunadamente, las miradas no agreden por sí solas o, de lo contrario, aquellos tipos ya se hubieron ensañado conmigo. Un tercer trabajador del Estado quiso poner calma. Eso sí, su discurso no difería excesivamente del de sus colegas. Aseguró que las personas de este país quieren olvidar los motivos de un conflicto entre hermanos y a aquellos que lo provocaron. Mis movimientos corporales empezaba a ser síntoma de algo cercano a la desesperación. Tras cierto baile estólido de mi cabeza, acerté a decir que la memoria es, precisamente, algo esencial para cada persona. Gracias a ella, moldeamos la conciencia y enriquecemos nuestra identidad. Uno de los dos tipos anteriores, que no había perdido ni un ápice de furor en su medida, me preguntó algo parecido a si era un intelectual provocador. Miren, continué, ignorando aquello, si queremos comprender nuestro presente y preparar un mejor horizonte para el futuro, hay que aprender sobre el pasado. Esto es así, digo yo, en este país llamado España y en cualquier otro lugar del mundo.
Mi discurso no parecía hacer demasiada mella en ninguno, aunque el más razonable pareció mostrarse conciliador. Trato de usar otras palabras, pero vino a decir más de lo mismo. Actualmente, en España hay libertad y no debemos desenterrar las heridas del pasado. Haciendo un homenaje más a los estereotipos, añadió que no debemos seguir insistiendo en esas visiones extremistas de uno u otro color. A pesar del tono cordial, se me estaban empezando a inflar algunas partes del cuerpo. Le dije que no sabía a qué color aludía, que lo que yo quería era saber y profundizar. Creo que alguno de ellos llegó a decir que, efectivamente, yo era un radical. El más amable miró a su compañero y a continuación aclaró que él trabaja, precisamente, en otro departamento relacionado. Miré hacia el lugar que señaló y pude leer, sobre la ventanilla, la palabra IDEOLOGÍAS.
Me frotaba la barbilla con gesto de extrañeza, cuando aquel hombre me aclaró que hoy en día ya no existe aquello que daba nombre al departamento donde trabajaba. Empezaba a entender la situación kafkiana. Dos departamentos del Estado, uno llamado MEMORIA para decir a la gente que tiene que olvidar, y otro denominado IDEOLOGÍA para aclarar que ya se extinguieron. Creo que, antes de articular palabra, balbuceé algo sin demasiado pudor. Finalmente, acerté a decir que cómo no iban a existir las ideologías, cómo podían sostener eso. No hablamos de uno u otro color en lo político, rojos, azules o grisáceos, sino de que TODO es ideología en las sociedades humanas. No solo en lo político, lo económico, lo religioso, lo cultural en general… El que no comprende cómo funcionan las ideologías, en suma cuáles son nuestros valores y creencias, está desprovisto de las herramientas para pensar por sí mismo.
Aquellos trabajadores del Estado volvieron a enrocarse. Me acusaron de ser un intelectual trasnochado, se congratularon de que no existan ya apenas extremistas y, una vez más, como si la simple repetición otorgara razón, de que hubiera una mayoría dispuesta a olvidar. Hastiado ya de intercambio inútil de proyectiles verbales, pero también con una profunda sensación de terror, pensé que tal vez sí existía una mayoría en el país. Una mayoría, profundamente indefensa, que deja que otros piensen y decidan en su lugar, en perfecta disposición para caer en manos de viejos o nuevos demagogos.
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